Parafraseos:

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Dice Ticio Escobar: "el mito del arte es uno de los grandes relatos de la modernidad". Explica que uno de los gestos que construye Occidente es crear ciertas producciones artísticas como separadas de la realidad, exentas de problemáticas relacionadas con aspectos tensionantes y complejos de la existencia, tales como los juegos de poder, las determinantes de tipo económico o las representaciones de sujetos subalternos.

viernes, 3 de febrero de 2012

Las voces de la historia

Por Ranahit Guha

Hay expresiones en muchos idiomas, no sólo en los de la India, que hablan de acontecimientos y hechos históricos. Estas expresiones se consideran de sentido común y se da por supuesto que los miembros de las respectivas comunidades lingüísticas las comprenden. Sin embargo la corteza del sentido común comienza a resquebrajarse en cuanto se pregunta qué significa el adjetivo “histórico” en estas expresiones. Su función es, evidentemente, la de consignar determinados acontecimientos y determinados hechos a la historia. Pero, en primer lugar, ¿quién los elige para integrarlos en la historia? Porque está claro que se hace una cierta discriminación -un cierto uso de valores no especificados y de criterios implícitos- para decidir por qué un acontecimiento o un acto determinados deben considerarse históricos y no otros. ¿Quién lo decide, y de acuerdo con qué valores y criterios? Si se insiste lo suficiente en estas preguntas resulta obvio que en la mayoría de los caos la autoridad que hace la designación no es otra que una ideología para la cual la vida del estado es central para la historia. Es esta ideología, a la que llamaré “estatismo”, la que autoriza que los valores dominantes del estado determinen el criterio de lo que es histórico.
Por esta razón puede decirse que, en general, el sentido común de la historia se guía por una especie de estatismo que lo define y evalúa el pasado. Ésta es una tradición que arranca de los orígenes del pensamiento histórico moderno en el Renacimiento italiano. Para los grupos dirigentes de las ciudades-estado del siglo XV, el estudio de la historia servía para la educación en materia de política y gobierno, indispensables para desempeñar su papel como ciudadanos y como monarcas. Es lógico, por ello, que para Maquiavelo, el intelectual más representativo de aquellos grupos, “el estudio de la historia y el estudio del arte de gobernar debieran ser esencialmente lo mismo” ( [1] )
El ascenso de la burguesía en Europa durante los trescientos años siguientes hizo poco por debilitar este vínculo entre estatismo e historiografía. Por el contrario, tanto el absolutismo como el republicanismo tendieron a reforzarlo, de modo que, como todo estudiante sabe gracias a Lord Acton, en el siglo XIX la política se había convertido en el fundamento de la erudición histórica. No es menos importante el hecho de que por entonces el estudio de la historia se hubiese institucionalizado plenamente en la Europa occidental, y tal vez en menor grado en Inglaterra que en otros lugares a causa de la mayor madurez de la burguesía inglesa.
La institucionalización significaba en estas condiciones, primero, que el estudio de la historia se desarrollaba como una especie de “ciencia normal” en el sentido que le da al término Kuhn. Se integró en el sistema académico como un cuerpo de conocimientos laico, con sus propios programas de estudio y sus cursos así como con una profesión dedicada por entero a su programación mediante la enseñanza y la publicación. En segundo lugar, adquirió ahora su propio lugar en el cada vez más amplio espacio público en el que el proceso hegemónico apelaba a menudo a la historia para materializarse en la interacción entre los ciudadanos y el estado. Fue aquí, de nuevo, donde el estudio de la historia encontró su público –un público de lectores creado por la tecnología de la imprenta, consumidores ávidos de productos adaptados al gusto burgués por cualquier género de literatura histórica. En tercer lugar, fue esta literatura, desde los manuales escolares hasta las novelas históricas, la que ayudó a institucionalizar la investigación histórica al constituirla en una serie de géneros literarios imaginativos y discursivos equipados con sus propios cánones y narratologías. En conjunto, la institucionalización del estudio de la historia tuvo el efecto de asegurar una base estable al estatismo dentro de las disciplinas académicas y de promover hegemonía.
Fue, pues, como un conocimiento muy institucionalizado y estatista que los británicos introdujeron la historia en la India del siglo XIX. Sin embargo, en un contexto colonial, ni la institucionalización ni el estatismo podían representar lo mismo que en la Gran Bretaña metropolitana. Las relaciones de dominio y subordinación creaban diferencias sustanciales en ambos aspectos. La educación, el instrumento principal utilizado por el Raj ( [2] ) para “normalizar” el estudio de la historia en la India, se limitaba a una pequeña minoría de la población, y en consecuencia, el público lector era de escasa entidad, igual que la producción de libros y revistas. La institucionalización fue, por tanto, de poca ayuda para los gobernantes en su intento por conseguir la hegemonía. Significó, por el contrario, una simple medida para limitar este conocimiento a los miembros de la élite colonizada, que fueron los primeros en beneficiarse de la educación occidental en nuestro subcontinente.
El estatismo en la historiografía india fue una herencia de esta educación. La intelectualidad, sus proveedores dentro del campo académico y más allá de él, había sido educada en una visión de la historia del mundo, y especialmente de la Europa moderna, como una historia de sistemas de estados. En su propio trabajo dentro de las profesiones liberales encontraron fácil acomodarse a la interpretación oficial de la historia india contemporánea como, simplemente, al de un estado colonial. Pero había una falacia en esta interpretación. El consenso que facultó a la burguesía para hablar en nombre de todos los ciudadanos en los estados hegemónicos de Europa era el pretexto usado por estos últimos para asimilarse a las respectivas sociedades civiles. Pero tal asimilación no era factible en las condiciones coloniales en que un poder extranjero gobierna un estado sin ciudadanos, donde es el derecho de conquista más que el consenso de los súbditos lo que representa su constitución, y donde, por lo tanto, el dominio nunca podrá ganar la hegemonía tan codiciada. En consecuencia, no tenía sentido alguno equiparar el estado colonial con la India tal y como estaba constituida por su propia sociedad civil. La historia de esta última sobrepasaría siempre a la del Raj, y por consiguiente, a una historiografía india de la India le sería de escasa utilidad el estatismo.
La falta de adecuación del estatismo para una historiografía propiamente india deriva de su tendencia a impedir cualquier interlocución entre nosotros y nuestro pasado. Nos habla con la voz de mando del estado que, con la pretensión de escoger para nosotros lo que debe ser histórico, no nos deja elegir nuestra propia relación con el pasado. Pero las narraciones que constituyen el discurso de la historia dependen precisamente de tal elección. Escoger significa, en este contexto, investigar y relacionarnos con el pasado escuchando la miríada de voces de la sociedad civil y conversando con ellas. Estas son voces bajas que quedan sumergidas por el ruido de los mandatos estatistas. Por esta razón no las oímos. Y es también por esta razón que debemos realizar un esfuerzo adicional, desarrollar las habilidades necesarias y, sobre todo, cultivar la disposición para oír estas voces e interactuar con ellas. Porque tienen muchas historias que contarnos –historias que por su complejidad tienen poco que ver con el discurso estatista y que son por completo opuestas a sus modos abstractos y simplificadores.
Permítaseme considerar cuatro de estas historias. ( [3] ) Nuestra fuente es una serie de peticiones dirigidas a las comunidades locales de sacerdotes brahmanes en algunos pueblos del oeste de Bengala pidiendo la absolución del pecado de tribulación. El pecado, que se suponía demostrado por la propia enfermedad, exigía en cada caso unos ritos de purificación que sólo los brahmanes podían prescribir y realizar. La ofensa, tanto espiritual como patológica, se identificaba por el nombre o por el síntoma, o por una combinación de ambos. Había dos casos de lepra, uno de asma y otro de tuberculosis- todos ellos diagnosticados según parece sin la ayuda y consejo de un especialista, que en aquellos momentos, en la primera mitad del siglo XIX, no debía estar fácilmente al alcance de los pobres rurales.
Los afligidos eran todos agricultores de casta, en la medida en que podemos deducirlo a través de sus apellidos. En el caso de uno de ellos la propia enfermedad indica la ocupación, ya que relacionaba los estragos de la lepra en su mano con el hecho de haber sido mordido por una rata mientras trabajaba en su arrozal. Nada podría ser más secular, más a ras de tierra, aunque no fuese del todo convincente como explicación de la enfermedad y, no obstante, la propia víctima lo interpretaba como un sufrimiento causado por alguna ofensa espiritual indefinida. ¿Qué es, se pregunta uno, lo que hace necesario que una enfermedad del cuerpo sea entendida como una disfunción del alma? Para contestar, debe tenerse en cuenta, en primer lugar, que una pregunta semejante difícilmente hubiera podido hacerse en la Bengala rural de aquella época. Con todo lo que había sucedido geopolíticamente hasta entonces para consolidar la supremacía británica, su órgano, el estado colonial, resultaba aún limitado en su penetración de la sociedad india, incluso en esta región en que el proceso de colonización había ido más lejos. En tanto que tal penetración era una medida de las pretensiones hegemónicas del Raj, estaba claro que en algunos aspectos importantes no se había realizado.
La primera de estas pretensiones se refiere a cuestiones de salud y medicina. Se suele decir que los gobernantes coloniales conquistaron en todas partes la mente de los nativos al ayudarles a sanar sus cuerpos. Éste es un lugar común del discurso imperialista destinado a elevar la expansión europea a una categoría de altruismo global. El control de la enfermedad a través de la medicina y la conservación de la salud mediante la higiene fueron, de acuerdo con esto, los dos grandes logros de la campaña moral iniciada por los colonizadores en beneficio exclusivo de los colonizados. Como la moral era también una medida de la superioridad del benefactor, estos éxitos eran exhibidos como la victoria de la ciencia y la cultura. Significaban el triunfo de la civilización occidental, adecuadamente simbolizado para los inocentes pueblos de Asia, África y Australasia por el jabón.
El jabón y la Biblia fueron los dos motores gemelos de la conquista cultural europea. Por razones históricas específicas del Raj, el jabón prevaleció sobre la Biblia en nuestro subcontinente, y la medicina y la salud pública figuraban de forma cada vez más prominente en el registro de la Obra de Inglaterra en la India durante las décadas finales del siglo XIX. Era un registro en que la declaración de buenas acciones servía a la vez como un anuncio de intenciones hegemónicas. Su objetivo, entre otros propósitos, era el de hacer el gobierno extranjero tolerable para la población sometida, y la ciencia tenía un papel a desempeñar en esta estrategia. La ciencia –la ciencia de la guerra y la ciencia de la exploración- había ganado para Europa sus primeros imperios de ultramar durante la era mercantil. Ahora, en el siglo XIX, sería otra vez la ciencia la que estableciese un imperio de segundo orden al sujetar los cuerpos de los colonizados a las disciplinas de la medicina y de la higiene.
Las voces bajas de los enfermos de la India rural hablan de un cierto grado de resistencia al proyecto imperial. Demuestran cuán difícil resultaba aún para la medicina confiar en la objetivación del cuerpo, tan esencial para su éxito en la diagnosis y en la curación. Aunque ya se había institucionalizado durante este período mediante el establecimiento de un colegio de médicos y de un cierto número de hospitales en Calcuta, la mirada clínica no había penetrado todavía en los distritos vecinos. La sintomatología continuaría durante algún tiempo conformando la patología y ninguna interpretación laica de la enfermedad, aunque fuese necesaria, bastaría, a menos que estuviese respaldada por una explicación trascendental.
Es en este contexto en el que la ciencia tropezó con la tradición en una controversia cultural. El resultado fue que quedó sin resolver mientras los pacientes recurrían a la ayuda de los preceptos de la fe, más que a los de la razón, con la convicción que el cuerpo era, simplemente un registro en el que los dioses inscribían sus veredictos contra los pecadores. Lo que los peticionarios buscaban, por tanto, eran las prescripciones morales para su absolución más que las médicas para su curación, y la autoridad a la que recurrían no eran los médicos sino los clérigos. Lo que los persuadía a hacerlo no era tanto su opinión individual como el consejo de sus respectivas comunidades. Las peticiones estaban avaladas por firmantes procedentes del mismo pueblo o de pueblos vecinos, y en tres de cada cuatro casos por los que pertenecían a la misma casta. De hecho, los peticionarios no eran necesariamente los enfermos mismos, sino que en un caso se trataba de un pariente y en otro de un cierto número de vecinos del mismo pueblo. ( [4] ) La absolución era para ellos tan importante como la curación. De aquí su sentido de urgencia acerca de la expiación ritual (prayaschitta). Ésta era doblemente eficaz. Su función no era sólo la de absolver a un pecador del efecto contaminante de su pecado, sino también a otros que habían incurrido en impureza por asociación (samsarga).. Como algunos tipos de enfermedades, tales como la lepra, se consideraban extremadamente contaminantes, la necesidad de purificación espiritual era una preocupación comunitaria.
Esta preocupación tiene mucho que decirnos sobre la historia del poder. En un primer nivel, sirve de evidencia de las limitaciones del colonialismo, es decir, de la resistencia que su ciencia, su medicina, sus instituciones civilizadoras y su política administrativa, en resumen, su razón- encontraron en la India rural, incluso tan tarde como en la década de 1850. Éste es un nivel accesible al discurso estatista, que se siente feliz cuando a su tendencia globalizadora y unificadora se le permite tratar la cuestión del poder a grandes rasgos. Es un nivel de abstracción en que las diversas historias que nos explican estas peticiones son asimiladas a la historia del Raj. El efecto de esta asimilación es el de simplificar en exceso las contradicciones del poder al reducirlas a una singularidad arbitraria, la llamada contradicción principal, la que existe entre colonizador y colonizado.
Pero ¿qué sucede con la contradicción entre los sacerdotes y los campesinos en la sociedad rural, con la contradicción entre los dispensadores de prohibiciones para quienes es inapropiado tocar un arado y sus víctimas, para quienes trabajar los arrozales se considera adecuado, con la contradicción entre una asociación de casta encabezada a menudo por su élite y aquellos enfermos de entre sus miembros que son sometidos a la autoridad sacerdotal como gesto de subordinación complaciente al brahmanismo y a los terratenientes? Cuando Abhoy Mandal de Momrejpur, que se consideraba contaminado por los ataques de asma que sufría su suegra, se somete a expiar ante el consejo local de sacerdotes y dice: “Me encuentro absolutamente desvalido; ¿querrían los venerables señores tener la bondad de fijar una prescripción que sea acorde con mi miseria?” ( [5] ) O cuando Panchanan Manna de Chhotobainan, con su cuerpo atormentado por un cáncer anal, ruega ante una autoridad similar en su pueblo: “Soy muy pobre; me someteré a los ritos de purificación; pero por favor prescribidme algo al alcance de un pobre”. ( [6] ) ¿Permitiremos que estas voces de queja sean apagadas por el estrépito de la historiografía estatista? ¿Qué clase de historia de nuestro pueblo se constituiría, si se hiciese oídos sordos a estas historias que representan, para este período, la densidad de las relaciones de poder en una sociedad civil donde la autoridad del colonizador estaba todavía lejos de hallarse establecida?
No obstante, ¿quién de entre nosotros como historiadores de la India puede afirmar que no se ha visto comprometido por este elitismo particular que es el estatismo? Éste impregna de forma tan evidente la obra de quienes siguen el modelo colonialista que prefiero no perder el tiempo con ello: en todo caso, ya he discutido esta cuestión con detalle en otras partes ( [7] ) Lo único que debe decirse aquí es que el punto de vista estatista que informa el modelo colonialista es idéntico al propio del colonizador: el estado al que se refiere no es otro que el propio Raj. Sin embargo hay un estatismo que se manifiesta en los discursos nacionalista y marxista. El referente en ambos casos es un estado que difiere en un aspecto significativo del de la literatura colonialista. La diferencia es la que existe entre un poder ya realizado en un régimen formado y estable, arraigado desde hace muchos años, y un poder que aún no se ha realizado; un sueño de poder. Un sueño que anticipa una nación-estado y que pone el énfasis, principalmente, en una autodeterminación definida en la literatura nacionalista-liberal tan sólo por los rasgos democrático-liberales más generales; y en la literatura nacionalista de izquierdas y en la marxista por rasgos de estado socialista. En cada caso, la historiografía está dominada por la hipótesis de una contradicción principal que, una vez resuelta, transformaría la visión de poder en su sustancia. Entre las dos, es la segunda la que resulta considerablemente más compleja en su articulación del estatismo y me concentraré en ella en el resto de mi intervención, aunque no sea más que porque el reto intelectual para el crítico es mucho más complejo, y por ello más difícil, que el del discurso nacionalista.

Es bien sabido que, para muchos académicos y activistas preocupados por el problema del cambio social en el subcontinente, la experiencia histórica de la insurgencia campesina ha sido el ejemplo paradigmático de una anticipación del poder. Este hecho aparece ampliamente documentado en la monumental historia de la insurrección de Telangana de P. Sundarayya. ( [8] ) Éste fue un levantamiento de las masas de campesinos y de trabajadores agrícolas en la región del sudeste de la península india, llamada Telangana, que forma parte actualmente de Andhra Pradesh. La insurrección, encabezada por el partido comunista, tomó la forma de una lucha armada dirigida primero contra el estado principesco de Nizam de Hyderabad, y después contra el gobierno de la India, cuando éste anexionó el reino a la nueva república. La rebelión se desarrolló de 1946 a 1951 y logró algunas victorias importantes para los pobres rurales antes de ser liquidada por el ejército indio. P. Sundarayya, el jefe principal de la insurrección, publicó veinte años más tarde una descripción autorizada del acontecimiento en su libro Telangana People’s Struggle and its Lessons.
El elemento unificador en la descripción de Sundarayya es el poder –una visión del poder en que la lucha por la tierra y por unos sueldos equitativos aparece significativamente determinada por ciertas funciones administrativas, judiciales y militares. Éstas eran, hablando con propiedad, funciones cuasi-estatales, pero estaban reducidas en este caso al nivel de la autoridad local como consecuencia del carácter y del alcance de la lucha. Pero ésta, con todas sus limitaciones, se dirigía a una confrontación por el poder del estado, tal como lo reconocían sus adversarios –el estado terrateniente del Nizam y el estado burgués de la India independiente-. Los órganos de su autoridad y la naturaleza de los programas previstos para las áreas bajo su control dan también testimonio de esta orientación. El poder así anticipado había de ganarse en la forma de un estado embrionario por la solución de esa “contradicción principal” que, aparentemente, no era la misma bajo el régimen del Nizam que bajo el de Nehru. Sea como fuere –y los teóricos del Partido se enzarzaron en interminables disputas sobre el tema- su solución de modo favorable al pueblo sólo podía alcanzarse, según ellos, por medio de la resistencia armada. De ello resultaba, en consecuencia, que los valores más apreciados en esta lucha –valores tales como heroísmo, sacrificio, martirio, etc.-fuesen los que informaban esta resistencia. En una historia escrita para defender el carácter ejemplar de esta lucha uno esperaría que fuesen estos valores, y los hechos y sentimientos correspondientes, los que dominasen.
Estos tres aspectos del movimiento de Telangana –una anticipación de poder estatal, las estrategias y programas diseñados para su consecución, y los valores correspondientes- se integran netamente en la narrativa de Sundarayya. Resulta significativo, sin embargo, que la condición para esta coherencia sea una singularidad de objetivos que se ha dado por supuesta en la narración de la lucha y que le proporciona unidad y enfoque discursivo. ¿Qué les sucedería a la coherencia y al enfoque si se cuestionase esta singularidad y se preguntase si fue esta única lucha todo lo que le dio al movimiento de Telangana su contenido?
Esta perturbadora cuestión ha sido, en efecto, formulada. Lo ha sido por algunas de las mujeres que participaron activamente en el alzamiento. Escuchadas en una serie de entrevistas, éstas se han registrado como material para una lectura feminista de esta historia por otras mujeres de una generación más joven. Dos de ellas, Vasantha Kannabiran y K. Lalita, han ilustrado para nosotros algunas de las implicaciones de esta cuestión en su ensayo “That Magic Time”, ( [9] ) La cuestión, nos dicen, tiene algo común en todas las variantes que aparecen en las entrevistas: se trata de “una sensación contenida de acoso” y “una nota de dolor” que las voces de las mujeres mayores comunican a las más jóvenes para que las escuchen. ( [10] ) “Escuchar”, como sabemos, es “una parte constitutiva del discurso”. ( [11] ) Escuchar significa estar abierto a algo y existencialmente predispuesto: uno se inclina ligeramente a un lado para escuchar. Es por esta razón que el hecho de hablar y escuchar entre generaciones de mujeres resulta una condición de la solidaridad que sirve, a su vez, como una base para la crítica. Mientras la solidaridad corresponde al escuchar e inclinarse, la crítica de Kanabiran y Lalita se dirige a algunos de los problemas que surgen de determinados modos de no-escuchar, de hacer oídos sordos y volverse a otro lado. La voz que habla en un tono bajo, como dolorida, se enfrenta, en este caso, contra el modo peculiar del discurso estatista, un ruido de mando característicamente machista en su “incapacidad de escuchar lo que las mujeres estaban diciendo” ( [12] )
¿Qué era lo que decían las mujeres con ese tono contenido de acoso y dolor? Hablaban, sin duda, de su desilusión por el hecho de que el movimiento no hubiese conseguido plenamente sus objetivos de mejorar las condiciones materiales de vida proporcionando tierras y salarios justos a los trabajadores de Telangana. Ésta era una desilusión que compartían con los hombres. Pero la desilusión que era específica de ellas, como mujeres, se refería al fracaso de los dirigentes de hacer honor a las perspectivas de liberación de la mujer que habían inscrito en el programa del movimiento y de la lucha. Era estas perspectivas las que las habían llevado a movilizarse en masa. Habían visto en ellas la promesa de la emancipación de una servidumbre ancestral que, con toda la diversidad de sus instrumentos y códigos de sujeción, estaba unificada por un único ejercicio de autoridad, esto es, el predominio masculino. Este predominio era, por descontado, un parámetro de la política parlamentaria india. Que también lo fuese de la política de la insurrección fue lo que las mujeres de Telangana descubrieron a partir de su experiencia como partícipes en la lucha.
No es difícil entender, por tanto, por qué la fuerza que las mujeres aportaron al movimiento, por su número, entusiasmo y esperanzas, había de producir cierta tensión en él. No era una tensión que pudiese solucionarse sin alterar en un sentido fundamental la perspectiva de la lucha tal y como sus líderes la habían concebido. La emancipación de las mujeres era para ellos, simplemente, una materia de igualdad de derechos –algo que se lograría mediante medidas reformistas-. Esta promesa de emancipación a través de las reformas había atraído inicialmente a las mujeres al movimiento. Pero a medida que empezaron a participar más activamente en él, la misma impetuosidad de su actuación, con sus golpes, esfuerzos y excesos, hizo imposible que su idea de emancipación se mantuviese en lo que los dirigentes habían establecido. La propia turbulencia sirvió de molde para un nuevo concepto de emancipación. No bastaba ya con imaginarla como un conjunto de beneficios ganados para las mujeres por el designio y la iniciativa de los hombres. En adelante la idea de igualdad de derechos tendería a ir más allá del legalismo para exigir que consistiera en nada menos que la autodeterminación de las mujeres. La emancipación había de ser un proceso y no un fin, y las mujeres debían ser sus autoras, más que sus beneficiarias.
No hay ningún reconocimiento en la obra de Sundarayya del papel activo de las mujeres, ni como concepto ni como realidad. Véase el siguiente fragmento que da el tono del enfoque de esta importante cuestión en un capítulo que se refiere por entero al papel de las mujeres en el movimiento de Telangana. En él habla con genuina admiración de “aquel gran espíritu y energía revolucionaria que está latente en nuestras mujeres, oprimidas económica y socialmente” y sigue para observar en el siguiente párrafo:
Si nosotros nos tomásemos alguna molestia para ayudar a que saliera del caparazón de las costumbres tradicionales y procurásemos canalizarlo en la adecuada dirección revolucionaria, qué poderoso movimiento podría producirse. ( [13] )
La primera persona del plural representa obviamente a unos dirigentes predominantemente masculinos, que o no advierten o son indiferentes al hecho de que ellos mismos están atrapados en el “caparazón de las costumbres tradicionales” en su actitud hacia las mujeres. Lo que no impide que asuman el triple papel del fuerte que se digna “ayudar” a los que se presume que son más débiles, del ilustrado que se propone liberar a quienes están todavía sujetos por la tradición y, por supuesto, de la vanguardia que se apresta a “canalizar” las energías de una masa femenina atrasada en “la adecuada dirección revolucionaria”. El elitismo de esta posición difícilmente podría exagerarse.
No ha de extrañar, pues, que la dirección no permitiese que los gestos programáticos acerca de la emancipación fuesen más allá de los límites del reformismo y que la visión oficial de la participación de las mujeres no pasase de la de una mera instrumentalidad. En consecuencia, cuando en algún momento del movimiento se produjo una crisis y hubo que tomar alguna decisión para resolver algún problema referente al predominio masculino que pudiera minarlo, la solución fue diferida, evitada o simplemente descartada dentro del partido en nombre de la disciplina organizativa –una cuestión acerca de la cual Kannabiran y Lalita tienen mucho que decir- y en la comunidad en general, en nombre del respeto por la “opinión de la mayoría”. ( [14] ) La autoridad para esta decisión era en ambos casos el patriarcado. La “opinión de la mayoría” era su coartada para justificar su autoridad, y la disciplina organizativa su pretexto para tratar las cuestiones sobre sexualidad con un código que denunciaba el propio hecho de plantearlas como subversivo.
Las reglas de la escritura de la historia, lamento decirlo, se adaptan plenamente al patriarcado en la narrativa de Sundarayya. Los principios de selección y evaluación comunes a toda historiografía están de acuerdo aquí con una perspectiva estatista prefabricada en que una visión jerarquizada de la contradicción sostiene una visión jerarquizada de las relaciones de género, sin ningún reconocimiento del papel activo de las mujeres en el movimiento. Con toda su benevolencia hacia las mujeres y las abundantes alabanzas de su valor, sacrificio, ingenio, etc., esta escritura permanece sorda a “lo que decían las mujeres”.
Pero supongamos que hubiese una historiografía que considerase “lo que decían las mujeres” como parte integral de su proyecto, ¿qué clase de historia escribiría? La cuestión es, para mí, tan compleja y de tanta trascendencia que en este momento no puedo hacer más que algunas observaciones generales sobre ella. Y digo en este momento, porque nuestra crítica del discurso estatista no puede por sí misma producir una historiografía alternativa. Para que esto suceda, la crítica debe ir más allá de la conceptualización, hasta el estadio siguiente, esto es, hasta la práctica de re-escribir esa historia.
Para re-escribir una historia del movimiento de Telengana que ponga atención en la “sensación contenida de acoso” y en la “nota de dolor” de las voces de las mujeres se deberá, en primer lugar, desafiar la univocidad del discurso estatista. Una de las más importantes consecuencias del debate consiguiente será la de destruir la jerarquización que privilegia un conjunto particular de contradicciones como principales, dominantes o centrales y considera la necesidad de resolverlas como prioritaria o más urgente que la de todas las demás.
En segundo lugar, una re-escritura que escuche las voces bajas de la historia reintegrará a la narración la cuestión del protagonismo activo y de la instrumentalidad. La anterior, en su versión autorizada, no tiene lugar para ello. La historia de la insurrección se nos cuenta con su protagonismo activo asumido exclusivamente por el partido, la dirección y los hombres, mientras que todos los demás elementos que intervinieron son relegados a una situación de instrumentalidad que no experimenta ningún cambio bajo el impacto del desarrollo del movimiento. En una nueva interpretación histórica esta visión metafísica chocará con la idea de que las mujeres fueron agentes más que instrumentos de un movimiento del que eran parte constitutiva. Esto destruirá inevitablemente la imagen de las mujeres como beneficiarias pasivas de una lucha por la “igualdad de derechos” que otros sostienen a favor suyo. El concepto de “igualdad de derechos” perderá, a su vez, sus connotaciones legalistas y recobrará su dignidad como un aspecto esencial de la autoemancipación de las mujeres.
En tercer lugar, siento que la voz de las mujeres, una vez sea escuchada, activará y hará audibles también las otras voces bajas. La de los adivasis –las poblaciones aborígenes de la región- por ejemplo. Ellos también han sido marginados e instrumentalizados en el discurso estatista. Aquí nuevamente, como en el caso de las mujeres, la guirnalda de alabanzas a su coraje y sacrificio no compensa la falta de reconocimiento de su protagonismo activo. Lo que tengo en mente no es tan sólo una revisión basada en los fundamentos empíricos. Quisiera que la historiografía insistiese en la lógica de su revisión hasta el punto de que la idea misma de instrumentalidad, el último refugio del elitismo, fuese interrogada y evaluada de nuevo, no únicamente en lo que respecta a las mujeres, sino a todos sus participantes.
Finalmente, una cuestión de la narratología. Si las voces bajas de la historia han de ser escuchadas en algún relato revisado de la lucha de Telangana, ello sólo se logrará interrumpiendo el hilo de la versión dominante, rompiendo su argumento y enmarañando su trama. Porque la autoridad de esta versión es inherente a la estructura misma de la narrativa, una estructura que, tanto en la historiografía posterior a la Ilustración como en la novela, estaba constituida por un cierto orden de coherencia y linealidad. Es este orden el que dicta lo que debe incluirse en la historia y lo que hay que dejar fuera de ella, de qué forma el argumento debe desarrollarse coherentemente con su eventual desenlace, y cómo las diversidades de caracteres y acontecimientos deben controlarse de acuerdo con la lógica de la acción principal.
Por cuanto la nubosidad del discurso estatista se basa en este orden, un cierto desorden –una desviación radical del modelo que ha predominado en la literatura histórica en los últimos trescientos años- será un requisito esencial para nuestra revisión. Es difícil predecir y precisar qué forma debe adoptar este desorden. Tal vez, en lugar de proporcionarnos una corriente fluidas de palabras, obligará a la narrativa a balbucear en su articulación; tal vez la linealidad de su progreso se disolverá en nudos y enredos; tal vez la cronología misma, la vaca sagrada de la historiografía, será sacrificada en el altar de un tiempo caprichoso, casi puránico, que no se avergüence de su carácter cíclico. Todo lo que se puede decir en este punto es que el derrocamiento del régimen de la narratología burguesa será la condición de esta nueva historiografía sensibilizada ante la sensación contenida de desespero y determinación en la voz de las mujeres, la voz de la subalternidad desafiante comprometida a escribir su propia historia.
Tomado de Ranahit Guda, Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Barcelona, Edit. Crítica, 2002, pp. 17-32.
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[1] Lauro Martines, Power and Imagination: City-states in Renaissance Italy, Penguin Books, Harmonsdsworth, 1983, pp. 268-269
[2] El autor utiliza el término “Raj” para referirse globalmente al sistema de gobierno en la India (N. del T.)
[3] Panchanan Mandal (ed.) Chitthipatre Samajchitra, II Viswabbharati, Calcuta & Santiniketan, 1953, 249 (pp. 1812-182), 257 (pp. 185-186), 258 (p. 186).
[4] Los cinco peticionarios, en el ejemplo de la tuberculosis, proceden del mismo pueblo del enfermo, Singapur (Chitthipatre Samajchitra, 255), mientras el solicitante del otro caso describe a la paciente como su suegra (257).
[5] Chitthpatre Samajchitra, 257.
[6] Chitthpatre Samajchitra, 258.
[7] “Dominance without hegemony and its historiography”, en Subaltern studies, VI, Oxford University Press, Delhi, 1989, pp. 210-309.
[8] P. Sundarayya, Telengana People’s Struggle and Its Lessons, Communist Party of India-Marxist, Calcuta, 1972.
[9] Vasantha Kannabiran y K. Lalita, “That Magic Time”, en Kumkum Sangari y Suresh Vaid (eds.), Recasting Women, Rutgers University Press, New Brunswick, New Jersey, 1990, pp. 190-223.
[10] “That Magic Time”, pp. 194-196.
[11] Martín Heidegger, Beings and Time, Basil Blackwell, Oxford, 1987, p. 206. (Hay trad. cast: El ser y el tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 1962).
[12] “That Magic Time”, p. 199.
[13] Sundarayya, Telengana Peopole’s Struggle and Its Lessons, pp. 328-329
[14] “No se debía tomar ninguna decisión que pusiese la opinión de la mayoría en nuestra contra”, dice Sundarayya sobre cuestiones de matrimonio y sexualidad. Tenengana Pepple’s Struggle and Its Lessons, p. 352.

Enemigos, no hay enemigo - NURIA VILA

http://www.hamacaonline.net/obra.php?id=671

El título de este trabajo surge de una llamada de Nietzsche a disolver la figura del enemigo, lo que implica, según la lectura derridiana, "una revolución de lo político". Disolver hoy la figura del archienemigo contemporáneo: el terrorismo, implica recuperar el espacio de la política en otro lugar más allá de las estrechas dicotomías a las que nos conduce la obsesión securitaria.


Este trabajo supone una revisión de los acontecimientos que desencadenaron el atentado del 11 de marzo del 2005 y su traducción mediática y juega a recontextualizar las imágenes que se generaron y a trastocar sus significados habituales. A partir de este análisis audiovisual, se propone una reflexión sobre el terrorismo como representación y su instrumentalización para la prolongación indefinida del estado de excepción en las democracias occidentales. Pero también abre una una pregunta: ¿cómo escapar a la lógica de la guerra global permanente?

Las imágenes sobre las que se construye este trabajo han sido recogidas de diversas fuentes, sobre todo la televisión, pero también del cine e internet. Discursos políticos, campañas electorales, propaganda de guerra, mitificaciones del cine... de lo que se trata es de experimentar con las formas de representación y los fenómenos mediáticos en torno a la construcción de la categoría de terrorista. ¿Es posible desprender a estas imágenes de la pesada carga de encarnar el horror absoluto? ¿Qué nuevas contradicciones aparecen al poner al mismo nivel las representaciones que genera el terror de Estado y la guerra, junto con las del “terrorismo”? Tabú contemporáneo, los terroristas aúnan en sí la ambivalencia esencial de ser al tiempo héroes y villanos de las historias de guerra contemporáneas.

Pero estas cuestiones planteadas no quedan totalmente sin respuesta. A través del los acontecimientos del atentado del 11 de marzo y las manifestaciones que le siguieron, se señala una vía posible, una hoja de ruta para la huida: la desobediencia colectiva al estado de guerra permanente.