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Dice Ticio Escobar: "el mito del arte es uno de los grandes relatos de la modernidad". Explica que uno de los gestos que construye Occidente es crear ciertas producciones artísticas como separadas de la realidad, exentas de problemáticas relacionadas con aspectos tensionantes y complejos de la existencia, tales como los juegos de poder, las determinantes de tipo económico o las representaciones de sujetos subalternos.

viernes, 6 de abril de 2012

Globalización académica, estudios culturales y crítica latinoamericana


Nelly Richard* 

Es sabido que la palabra “cultura” señala diferentes procesos y actividades cuya definición varía según los campos de resonancia (el mundo de la vida cotidiana, las tradiciones artísticas y literarias, las políticas institucionales y de mercado, etc.) en los que se la inserta para designar aquellas manifestaciones simbólicas y expresivas que desbordan el marco de racionalidad productiva de lo económico-social. Habría una dimensión –extendida– de cultura según la cual este término abarca el conjunto de los intercambios de signos y de valores mediante los cuales los grupos sociales se representan a sí mismos y para otros, comunicando así sus particulares modos de identidad y de diferencia. Frente a la amplitud de esta noción antropológico-social de la cultura, se recorta una dimensión más restringida que remite lo cultural al campo profesional (artístico, intelectual) de una producción de formas y sentido que se rige por instituciones y reglas de discurso especializadas, y que se manifiesta a través de obras (el arte, la literatura) y de debates de ideas que giran en torno a las batallas críticas de lo estético y de lo ideológico. Una tercera dimensión de uso de la palabra “cultura” se encuentra hoy funcionalizada por las redes de transmisión industrial del mercado de los bienes simbólicos: esta dimensión –familiar al vocabulario institucional de las “políticas culturales”– se preocupa sobre todo de las dinámicas de distribución y recepción de la cultura, entendiendo esta última como producto a administrar mediante las diversas agencias de coordinación de recursos, medios y agentes que articulan el mercado cultural.

Estas tres dimensiones de la palabra “cultura” (la antropológico-social, la ideológico-estética, la político- institucional) pueden mezclarse complementariamente o bien contraponerse polémicamente en los análisis de cómo se expresan los imaginarios simbólicos, según el modo en que estos análisis prefieren colocar el acento, sea en el rol de la cultura como conformadora de un ethos que fija las identidades sociales y raciales (patrimonio, tradiciones, folclore, etc.), o en la fuerza de alteridad-alteración de las rupturas deconstructivas de las obras más experimentales del arte y de la literatura; sea en los mecanismos de reproducción de las leyes de campo de la cultura universitaria, o en las líneas de fuga que desvían estos mecanismos hacia la transversalidad de intervenciones extra-académicas; sea en la lógica globalizadora de la massmediatización cultural, o en los pliegues de resistencia opaca que desuniforman la gramática del mercado con nuevas poéticas de la subjetividad (García Canclini, 1989)1. Estos acentos diversos, y a menudo contrarios, que cruzan la serie “cultura”, no sólo se despliegan en la exterioridad de lo social, sino que también atraviesan el campo de las teorías y de los estudios culturales que se encargan de analizar sus desplazamientos y transformaciones bajo el impacto de las complejas mutaciones económicas y sociocomunicativas, pero también académico-disciplinarias, de este fin de siglo.

Quizás uno de los aspectos más abiertamente productivos del proyecto de los estudios culturales (cultural studies), tal como se formula en los años sesenta en Inglaterra en el Centre for Contemporary Cultural Studies at Birmingham debido a la constelación de autores como Hoggart, Johnson y Williams (Grossberg, Nelson y Treichler, 1992; Morley y Chen, 1996), se deba precisamente a que dicho proyecto revisó los cruces entre estas diferentes versiones de lo cultural desde las tensiones –siempre activas– entre lo simbólico y lo institucional, lo histórico y lo formal, lo antropológico y lo literario, lo ideológico y lo estético, lo académico-universitario y lo cotidiano, lo hegemónico y lo popular, la formalización de los sistemas de signos y la conciencia práctica de sus relaciones sociales2.

La recepción latinoamericana de los estudios culturales

La globalización económica y comunicativa ha provocado múltiples redefiniciones sobre cómo América Latina se vive y se mira a sí misma, al fragmentar y diseminar los trazados identitarios de lo nacional y de lo continental que le servían de fronteras de integridad al discurso sustancialista de un “nosotros” puro y originario. Pero no sólo las pertenencias de identidad tradicionales y sus representaciones socioculturales se han visto, en Latinoamérica, modificadas por los flujos disolventes del régimen de circulación capitalista que cotidianamente transnacionaliza mercancías e informaciones. Más allá de aquellos procesos de desterritorialización del capital económico y de interplanetarización comunicativa, el dispositivo de la globalización atañe también a la producción de saberes y teorías, ya que entre sus agentes figura una red transnacional de universidades y de instituciones del conocimiento que administra recursos para la circulación de las ideas a la vez que programa las agendas de debate intelectual. Los territorios de lo universitario y de lo académico son uno de los sitios marcados por las divisiones entre lo global (las dinámicas expansivas del neocapitalismo que afectan también a las instituciones del saber) y lo local: la especificidad de los campos de formación intelectual y las articulaciones contextuales de sus dinámicas de pensamiento.

Estas divisiones entre lo global y lo local, que rediseñan el paisaje económico y comunicativo de la sociedad y de la cultura latinoamericanas, animan también la discusión en torno a los nuevos modelos de reorganización del conocimiento susceptibles de analizar los cambios de lo social y lo cultural en América Latina. Y dentro de estos modelos, figuran los estudios culturales.
Los estudios culturales (cultural studies) son hoy la novedad exportada por la red metropolitana centrada en Estados Unidos, y existen muchas discusiones en América Latina sobre los riesgos de transferencia y reproducción periféricas de su modelo. Los estudios culturales no sólo remiten en su designación al antecedente de un proyecto cuya circunstancia internacional es ajena a la tradición latinoamericana, sino que además revisten la imagen de un paquete hegemónico debido al exitoso grado de institucionalización académica que hoy exhiben desde Estados Unidos.

Son muchas las sospechas y reticencias que rodean la mención a los estudios culturales en América Latina, donde se los tiende a percibir como demasiado cautivos del horizonte de referencias metropolitanas que globaliza el uso y la vigencia de los términos puestos en circulación por un mercado lingüístico de seminarios y de congresos internacionales. Para muchos, basta con que los estudios culturales hayan sido institucionalizados por la fábrica de novedades de la academia norteamericana para hacerlos cargar automáticamente con el estigma colonizador de la dominación metropolitana y para declararlos culpables de sólo favorecer las tecnologías de la reproducción que expanden el mercado académico internacional. La moda de los estudios culturales habría ido borrando la densidad histórica de lo local y de sus “regionalismos críticos”. Una posición bastante común es, por ejemplo, la que argumenta que el referente hegemónico de los estudios culturales está silenciando la tradición del ensayismo latinoamericano que, sin embargo, anticipó varios de los actuales desplazamientos de fronteras disciplinarias que tanto se celebran internacionalmente (Achúgar, 1998)3.

La obliteración de esa tradición y la negación de sus memorias en español se verían reforzadas por cómo el corpus de los textos culturales de la “descolonización” ha sido desplazado por la supremacía teórico-metropolitana del nuevo tema del “poscolonialismo” (Mignolo, 1998)4: un “extraño artefacto totalmente hecho en inglés –precisamente– en el idioma de la hegemonía que habla para sí de lo marginal, subalterno, poscolonial” (Cornejo Polar, 1997: 344).

A esto deberíamos agregar el reclamo que le dirigen varios críticos latinoamericanos a la “Internacional académica” por cómo se apropia indiscriminadamente de citas de autores que, en América Latina, dieron lugar –tempranamente– a construcciones heterodoxas que sirven para pensar de manera compleja ciertos conflictos ideológico-culturales y que hoy nos son devueltas completamente banalizadas por el reciclaje de saberes disciplinarios que promueve, en forma serial, la industria de los estudios culturales (Sarlo, 1995; Casullo, 1998)5.

Existen razones de más para respaldar las sospechas de los críticos latinoamericanos que se muestran reticentes frente al tema de los estudios culturales. Pese a la multiplicidad diversa de pliegues que la recorren internamente, la red académico-metropolitana ejerce el poder representacional de su dominante norteamericana. La “función-centro” de esta dominante académica norteamericana controla los nombres y las categorías de discurso que entran en circulación internacional, y dota de legitimidad institucional a los términos de debate que ella misma clasifica y organiza prepotentemente de acuerdo a sus propias jerarquías conceptuales y político-institucionales. El latinoamericanismo ofrece el modelo globalizante de un discurso “sobre” América Latina que generalmente omite la singularidad constitutiva de los procesos de enunciación formulados “desde” América Latina. Es cierto que las asimetrías de poder desencadenadas por el efecto globalizador de la máquina académica norteamericana de conocimientos tienden a subordinar lo local (las especificidades, singularidades y diferencialidades de las prácticas latinoamericanas) al poder multicoordinado de lo global, que busca suprimir las irregularidades de contextos susceptibles de accidentar la lisura operacional de sus tecnologías de la reproducción. Efectivamente, la heterogeneidad de lo local latinoamericano tiende a ser homogeneizada por el aparato de traducción académica del latinoamericanismo y de los estudios latinoamericanos, que no toman en cuenta ni la densidad significante ni la materialidad operativa de sus respectivos contextos de enunciación (Moreiras, 1998)6. Todo esto es cierto, pero no creo que el debate sobre los estudios culturales deba quedar entrampado en este binarismo Norte/Sur. Desde ya, la resistencia crítica a la tendencia globalizante y abstractiva de la academia norteamericana y a sus saberes de exportación se encuentra presente en el interior mismo de los estudios culturales, al menos en las postulaciones de Stuart Hall, que siempre ha insistido en defender su carácter de “práctica coyuntural”. El manejo necesariamente localizado de las operaciones que demanda el conocimiento-en-situación de los estudios culturales, tal como Hall los concibe, supondría la microdiferenciación de las especificidades de contextos de lo latinoamericano a través del detalle práctico de cómo se trama la relación –material y contingente– entre discursos, sujetos, prácticas e instituciones, en cada sitio de intervención.

La relación entre localidades geoculturales (Estados Unidos, América Latina), localizaciones institucionales (la academia norteamericana, el campo intelectual de la semi-periferia) y situaciones de discursos (hablar “desde”, “sobre”, “como”, etc.) no es una relación dada, natural y fija, sino una relación construida y mediada, es decir, permanentemente deconstruible y rearticulable. Hay una movilidad de intersecciones entre los estudios culturales norteamericanos y la crítica latinoamericana que deshomogeneiza la relación poder/conocimiento de cada bloque territorial y que puede ser recorrida multidireccionalmente, siempre y cuando no se pierda de vista la necesidad de una flexión metacrítica que someta a vigilancia cada una de estas intersecciones de discurso. Además, tal como ocurre con cualquier otro soporte institucional, la diversidad de prácticas de los estudios culturales no calza uniformemente con el bloque académico que retrata su dominante de exportación. Existen líneas de ambigüedad y de contradicción en el interior del programa académico de los estudios culturales que, incluso en Estados Unidos, abren puntos de fuga dentro de su formato aparentemente tan seriado. En contra de los propios límites de burocratización académico-universitaria de los estudios culturales, es siempre posible prestar atención a las formas alternativas mediante las cuales –para retomar una fórmula de Jameson– “‘el deseo’ llamado ‘estudios culturales’” batalla contra su propia ortodoxia institucional (1993: 93). La libertad que ganemos para desplazarnos en medio de las codificaciones institucionales del saber academizado nos permitirá recombinar estratégicamente determinadas articulaciones de debate según las prioridades de cada uno de nuestros contextos y los juegos de fuerza que los atraviesan.

Me parece, en todo caso, que la discusión en torno a los estudios culturales ha renovado los términos de la reflexión latinoamericana sobre teoría y crítica de la cultura, y quisiera resumir aquí algunos puntos de discusión que tienen para mí el mérito de abrirse a preguntas más amplias sobre las relaciones entre saberes académicos, tramas ciudadanas, mercado cultural, razón crítica y práctica intelectual en tiempos
de saturación capitalista y de globalización massmediática.

El discurso de la otredad y la codificación metropolitana de las diferencias

Lo primero que caracterizó a los estudios culturales fue su voluntad de democratizar el conocimiento y de pluralizar las fronteras de la autoridad académica, dándoles entrada a saberes que la jerarquía universitaria suele discriminar por impuros en cuanto se rozan, conflictivamente, con el fuera-de-corpus de ciertos bordes llamados “cultura popular”, “movimientos sociales”, “crítica feminista”, “grupos subalternos”, etcétera. Los estudios culturales han favorecido el libre ingreso universitario de saberes que cruzan las construcciones de objetos con las formaciones de sujetos: el “adentro” de la máquina de enseñanza con “afueras” múltiples que des-bordan el texto académico (sus archivos y bibliotecas) con los flujos conectivos de un pensar que no se basta a sí mismo y que desea poner en acción ciertas energías de transformación social. La conflictualidad política e ideológica del saber de los estudios culturales merece ser reafirmada contra el modelo de trascendencia filosófica de la universidad moderna que siempre ha buscado levantar, entre ella y la actualidad de su contexto, la barrera de la autonomía como distancia categorial y especulativa que separa lo académico de la contingencia social y política. El nudo poder cultural- hegemonías de conocimiento que analizan los estudios culturales permite repolitizar la cuestión del saber de una manera que hace falta en muchos departamentos universitarios donde la trascendencia de la categoría y la soberanía del método abstraen la relación entre sujetos y objetos de su materialidad social.

Mientras la defensa de la “integridad disciplinaria” o de la “autonomía literaria del valor estético” sirva para desvincular el saber de sus heterogéneas y conflictivas redes de producción y distribución sociales, el proyecto de los estudios culturales (o de algo que se le parezca) merece ser defendido, para acoger los conocimientos urdidos fuera del refugio profesional de la tradición de las disciplinas, y polémicamente ligados a zonas de experiencias sociales y de luchas extra-académicas que arrastran también una memoria de la calle (tal como ocurre en el tránsito del “feminismo” a los “estudios de género”). Esta exterioridad política del conocimiento-en-acción que cultivan los estudios culturales mediante su solidaridad extra- disciplinaria con fuerzas sociales y movimientos ciudadanos permite que el trabajo de la crítica no se desvincule de “la resistencia y heterogeneidad de la sociedad civil” (Said, 1987: 24).

Una de las formas que los estudios culturales tienen, en Estados Unidos, de manifestar su compromiso con las luchas de la sociedad civil consiste en defender a diversos grupos de identidad mediante activas “políticas de representación” que buscan corregir la injusticia de sus marginaciones y exclusiones sociales reinterpretando, universitariamente, los derechos de estos grupos a intervenir en los sistemas académicos de conocimiento para transformar sus reglas. No cabe duda de que las luchas antidiscriminatorias que promueven la inserción de los grupos minoritarios en diferentes estructuras públicas tales como la universitaria han obligado a una redefinición más amplia y flexible de los criterios de selección y valoración de las identidades culturales tradicionalmente fijadas por el aparato académico. Pero el activismo de las políticas de representación de los grupos de identidad minoritarios (latinos, chicanos, negros, feministas, homosexuales, etc.) también ha simplificado la cuestión de la identidad y de la representación, al someter generalmente a ambas a una tiranía de la ilustratividad que obliga a sus producciones de textos a la formulación monocorde de una condición de sujeto predeterminada. El discurso de las identidades minoritarias y de sus políticas de representación ha terminado por someter cuerpos y textualidades a la consigna pedagógica de una “diferencia” que casi siempre debe hablarse en tono reivindicativo y militante. Esta consigna ha dejado fuera de análisis las difusas simbolizaciones estéticas de ciertos trances de la identidad cuyos juegos interpretativos están hechos para burlar esta demanda políticamente ortodoxa de los estudios culturales –una demanda que reclasifica márgenes y marginalidades para su etiquetaje metropolitano en el gran supermercado de las subalternidades.

Algo parecido ocurre con la “diferencia latinoamericana”, muchas veces emblematizada como representación de una otredad que el dispositivo metropolitano de codificación académica convierte en fetiche romántico-popular de su discurso sobre marginalidades y periferias culturales. Se organiza un complejo juego de reconocimientos y desconocimientos que lleva la “función-centro” de la teoría metropolitana, por un lado, a exaltar lo latinoamericano como una especie de alteridad radical que la desborda y la re-energetiza políticamente (tal como ocurrió con el boom del testimonio) y, por otro lado, a domesticar esa fuerza de alteridad sometiéndola a su control superior de lectura.

Lo latinoamericano es llamado a representarse o a dejarse representar según las coordenadas prefijadas de una economía del sentido que es dictada por el aparato codificador del latinoamericanismo de Estados Unidos, el cual, entre otros efectos, suele trazar una cierta línea de división y jerarquía entre teoría y práctica: razón y materia, conocimiento y realidad, discurso y experiencia, mediaciones e inmediatez. La primera serie de esta cadena de oposiciones (razón, conocimiento, teoría, discurso) designa el poder intelectual de abstracción y conceptualización que define la superioridad del Centro, mientras que la segunda serie (materia, realidad, práctica, experiencia) remite en América Latina a la espontaneidad de la vivencia, al naturalismo del ser, a la empiria del dato.

La crítica latinoamericana de los estudios culturales busca, entre otros efectos, revertir esa economía del sentido operando formas de descentramiento epistémico que permitan a la singularidad y diferencialidad latinoamericanas manifestarse teóricamente, con toda la fuerza heterogeneizante y desorganizadora de un contra-sistema que impida la clausura de su diferencia en una representación fija y controlada (Moreiras, 1998).

Ejercer el pensamiento crítico en la brecha –siempre móvil– que separa las prácticas periféricas del control metropolitano es uno de los desafíos más arduos que espera a los estudios culturales latinoamericanos en estos tiempos de globalización académica, es decir, de descentramientos y recentramientos múltiples de las articulaciones entre lo local y lo translocal. De tal ejercicio depende que lo latinoamericano sea no una diferencia diferenciada (representada o “hablada por”), sino una diferencia diferenciadora que tenga en sí misma la capacidad de modificar el sistema de codificación de las relaciones identidad-alteridad que busca seguir administrando el poder académico metropolitano.

Las tensiones entre lo estético, lo literario y lo cultural

Los estudios culturales se definen por la extensividad de su nuevo modelo académico que se propone abarcarlo todo en términos de objetos (del texto vanguardista al videogame, de la ciudad benjaminiana al mall, de las marchas de derechos humanos a la performance artística, etc.) y de métodos (todo sería combinable con todo: psicoanálisis, marxismo, deconstrucción, feminismo, etcétera).

Uno de los primeros movimientos críticos que diseñaron los estudios culturales consistió en desbordar y rebasar el límite esteticista de los estudios literarios, cruzando lo simbólico-cultural con las expresiones masivas y cotidianas de los medios de comunicación. Los estudios culturales partieron del rechazo a la división jerárquica entre la cultura superior o letrada (su tradición de privilegios connotada por la distinción de clase de las bellas artes) y los subgéneros de la cultura popular. Además de esta contaminación de fronteras entre lo culto y lo popular, lo simbólico y lo cotidiano, los estudios culturales sacaron la noción de “texto” del ámbito reservado y exclusivo de la literatura para extenderla a cualquier práctica social cuya articulación de mensajes (verbales o no verbales) resultara susceptible de ser analizada en términos de una teoría del discurso. Esta semiotización de lo cotidiano-social que borra la diferencia entre “texto” y “discurso” terminó desespecificando la categoría de lo literario en un contexto donde el protagonismo de la literatura –y el centralismo de su función, en América Latina, en los procesos de constitución imaginaria y simbólica de lo nacional y de lo continental (Ramos, 1996: 34-41)– había sido ya fuertemente desplazado por la hegemonía de los lenguajes audiovisuales y su imagen massmediática. La pérdida de centralidad de la literatura y de las humanidades como articuladoras de una relación entre ideología, poder y nación en el imaginario cultural y político latinoamericano afecta también el lugar y la función de los intelectuales hasta ahora encargados de interpretar dicha relación. La crisis de lo literario sería entonces uno de los síntomas de la globalización massmediática que interpretan los estudios culturales al incluir dentro de su corpus de análisis aquellas producciones de consumo masivo que habían sido desechadas por el paradigma de la cultura ilustrada, y al reivindicar para ellas nuevas formas de legitimidad crítica que ya no le hacen caso al viejo prejuicio ideológico de su supuesta complicidad con el mercado capitalista que las organiza y distribuye. El deseo de los estudios culturales de ampliar el “canon” de la institución literaria para introducir en ella producciones tradicionalmente desvalorizadas por inferiores, marginales o subalternas, contribuyó a disolver los contornos de lo estético en la masa de un sociologismo cultural, que se muestra ahora más interesado en el significado anti-hegemónico de las políticas minoritarias defendidas por estas producciones que en las maniobras textuales de su voluntad de forma.

Todas estas ampliaciones y disoluciones de las marcas de exclusividad y distintividad de lo literario provocadas por los estudios culturales han ido definiendo una especie de relativismo valorativo cuyos efectos de banal promiscuidad yuxtaponen las diferencias sin nunca contraponerlas para no tener que argumentar a favor o en contra de sus demarcaciones de sentido. Sería entonces necesario reintroducir la cuestión del “valor” (del fundamento, del juicio, de la toma de partido) en este paisaje de relajo e indiferenciación de las diferencias que uniformiza todos los objetos entre sí, para no seguir complaciendo estos procesos de relativización cultural que no hacen sino debilitar la razón crítica (Sarlo, 1997). La explicación sociologista a la que recurren los estudios culturales para abordar a la cultura en su dimensión de consumo sólo se encontraría capacitada para medir los efectos de producción y circulación social de los textos, pero no para atender lo más complejo de las apuestas estético-críticas que se libran en cada una de sus batallas de la forma y de sus estrategias de lenguaje. Realzar el juego y la tensión de estas apuestas seguiría siendo una tarea necesaria que aún justifica la existencia de la crítica literaria, para que no triunfen los principios igualadores del mercado frente a los cuales los estudios culturales ofrecen muy poca resistencia. En contra de la nivelación valorativa que facilitan los estudios culturales al suspender o relativizar la cuestión del “juicio estético” a favor de consideraciones sociologistas, haría falta hacer la diferencia entre, por ejemplo, Silvina Ocampo y Laura Esquivel, y subrayar por qué los textos de la primera contienen “una densidad formal y semántica [cuyo] plus estético” los hace inigualables a los textos de la segunda (Sarlo, 1997: 38).

Pero ¿cómo hacerlo para que esta defensa no recaiga en la nostalgia conservadora de una fundamentación universal, de una trascendencia del juicio que aún cree en la pureza e integridad de un sistema de la literatura que, de ser así, no podría sino resentir como amenaza los efectos políticamente emancipatorios del descentramiento del canon operado por los estudios culturales? ¿Cómo hacerlo para que la crítica a lo promiscuo e indiscriminado de las mezclas en los estudios culturales no se confunda con la defensa purista de una universalidad del canon basada en el dudoso criterio de una “autonomía” del juicio literario? Este es otro de los interesantes desafíos que plantea la discusión en torno a los estudios culturales en sus cruces polémicos con el trabajo de la crítica literaria. Creo, en todo caso, que hace falta replantear ese desafío desplazando la cuestión del “valor literario” (demasiado susceptible de interpretarse en clave de formalismo estético) a otra formulación que abra los textos al análisis de las luchas entre los diferentes sistemas de valoración sociales a través de los cuales las hegemonías culturales van modelando los significados y las representaciones de la literatura y de lo literario. La teoría y la crítica feministas nos han enseñado mucho sobre las batallas interpretativas que rodean esta hegemonización del valor, y hace falta tomarlas en cuenta para polemizar con la institucionalidad dominante o la mercantilización de lo cultural.

Saberes tecnoacadémicos y pensamiento crítico

Los estudios culturales nacieron con la idea de mezclar la pluridisciplinariedad (combinaciones flexibles de saberes múltiples) con la transculturalidad: apertura de las fronteras del conocimiento a problemáticas hasta ahora silenciadas por el paradigma monocultural de la razón occidental dominante. Los estudios culturales responden así a los nuevos deslizamientos de categorías entre lo dominante y lo subalterno, lo central y lo periférico, lo global y lo local, que recorren las territorialidades geopolíticas, las representaciones sexuales y las clasificaciones sociales. Migraciones de objetos e hibridez del conocimiento se dan cita en los cruces que oponen los estudios culturales a las formaciones sedentarias del saber autocentrado de las tradiciones canónicas. Muy luego, sin embargo, la transdisciplinariedad que los estudios culturales parecían exaltar críticamente como un feliz “malestar de la clasificación” fue redisciplinando su gesto de la antidisciplina (Barthes, 1987)7. La transfronterización del conocimiento que inicialmente proyectaban los estudios culturales se fue acomodando en una reposada suma de saberes pacíficamente integrados: una zona de conciliaciones prácticas entre saberes diferentes y complementarios (la literatura, la sociología, la antropología, etc.) que buscan extender y diversificar su comprensión de lo social y de lo cultural, pero sin que ninguna ruptura de tono ponga en cuestión la lengua técnica y operativa del intercambio de mensajes capitalista. Más bien, los estudios culturales estarían reproduciendo el mapa de la globalización con saberes adaptados a sus zonas de libre comercio entre disciplinas, a través de los lenguajes desapasionados de la industria del paper.

La funcionalización casi burocrática de un discurso que sólo describe y explica lo ya sancionado por los diagnósticos de fin de siglo (massmediatización, globalización económica, multiculturalidad, hibridez, etc.) en el idioma –bien remunerado– de las políticas de investigación universitaria llevó a los estudios culturales a reprimir y suprimir de su campo investigativo, en nombre de la practicidad del dato, todo lo que estaba antes ligado al trabajo de la teoría crítica que indagaba en los pliegues de la subjetividad y del pensamiento (González, 1993; Galende, 1996). Este problema de la burocratización del saber se hace quizás aún más notorio en el contexto latinoamericano, debido a que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, donde varios de los especialistas en estudios culturales provienen de las humanidades, los analistas de la cultura en América Latina se vinculan prioritariamente a la sociología, la antropología o las comunicaciones sociales. Las ciencias “fuertes” que estudian la cultura en América Latina para organismos y centros de investigación internacionales, acostumbradas a los lenguajes de lo numerario y lo estadístico, han desarrollado profesionalmente un tipo de saber tecno-operativo que domina casi todo el campo académico.

Los estudios culturales se han hecho también cómplices de esta instrumentalización del conocimiento al desatender las cuestiones de teoría y de escritura –vinculadas al ensayismo crítico– que le imprimen a la subjetividad y al pensamiento sus vibraciones más intensivas, para favorecer en cambio la trivialidad del dato que sólo concibe el saber reducido a conexiones empíricas. A la mercantilización de los signos y a la burocratización de las conciencias de la tecnomediación cultural corresponde esta tendencia al aplanamiento de los signos, que deberá ser contrastada por las búsquedas de lenguaje de “una crítica humanística [que] puede ser defendida como necesidad y no como lujo de la civilización científico-técnica” (Sarlo, 1994: 197).

Es para salvar una diferencia –crítica– con este discurso normalizador de los estudios culturales y su sociologismo adaptativo que algunos preferimos hablar, por ejemplo, de “crítica cultural”. A mitad de camino entre los estudios culturales, las filosofías de la deconstrucción, la teoría crítica y el neoensayismo, la crítica cultural se desliza entre disciplina y disciplina mediante una práctica fronteriza de la escritura que analiza las articulaciones de poder de lo social y de lo cultural, pero sin dejar de lado las complejas refracciones simbólico-culturales de la estética. La crítica cultural busca explorar los bordes de mayor disgregación institucional donde se formulan ciertas prácticas y estéticas “menores” (en sentido deleuziano), cuyo registro de lectura –por inestable, por flotante, por desviado– no se aviene bien con las sólidas catalogaciones del saber eficiente que promueve el empirismo de los estudios culturales en su versión de conocimientos aplicados (Richard, 1998: 127-160).

Pero ni los estudios culturales (como proyecto de reorganización académica del saber universitario) ni la crítica cultural (como diagonalidad del texto crítico que recorre los intersticios de diversas formaciones de discurso) cancelan la pregunta de cómo resolver las tensiones entre trabajo académico y práctica intelectual, es decir, entre la delimitada interioridad de la profesión universitaria y los bordes de intervención extra-disciplinarios a partir de los cuales ampliar socialmente la crítica a los ordenamientos burocráticos y mercantiles del neocapitalismo. Por muy transversales que diseñen sus proyectos, los estudios culturales y la crítica cultural podrían quedar reducidos a simples máquinas de conocimiento y lectura cuya hibridez marca nuevos “cambios de relación entre las disciplinas del campo intelectual”, pero sin que estos cambios afecten necesariamente la trama viva de las interrelaciones cotidianas entre socialidad, política y cultura, que desbordan el mundo de la cultura académica (Rowe, 1994/5: 42). Recorrer esa trama de interioridades y exterioridades académicas es también un desafío para la crítica de la cultura en América Latina, y quizás sea más fácil hacerlo aquí que en Estados Unidos, donde la máquina de reproducción universitaria conforma el paisaje casi total en el que se mueven los intelectuales. Pareciera, efectivamente, que la tensión entre “intelectuales” y “sociedad” ofrece aquí una mayor diversidad práctica de articulaciones profesionales porque “los investigadores de América Latina combinamos más frecuentemente nuestra pertenencia universitaria con el periodismo, la militancia política y social o la participación en organismos públicos, todo lo cual posibilita relaciones más móviles entre campos del saber y de la acción” (García Canclini, 1996: 1).

Activar esta diversidad de articulaciones heterogéneas mediante una práctica intelectual que desborde el refugio academicista para intervenir en los conflictos de valores, significaciones y poder que se desatan en las redes públicas del sistema cultural, formaría quizás parte del proyecto de una crítica latinoamericana que “habla desde distintos espacios institucionales y que lo hace interpelando a diversos públicos” (Montaldo, 1999: 6): una crítica que busca romper la clausura universitaria de los saberes corporativos para poner a circular sus desacuerdos con el presente por redes amplias de intervención en el debate público, pero también una crítica vigilante de sus lenguajes que no quiere mimetizarse con la superficialidad mediática de la actualidad; una crítica intelectual cuya voz, entonces, se oponga tanto al realismo práctico del saber instrumentalizado de los expertos como al sentido común del mercado cultural y a sus trivializaciones comunicativas. Hay espacio para ensayar esta voz y diseminar sus significados de resistencia y oposición a la globalización neoliberal en las múltiples intersecciones dejadas libres entre el proyecto académico de los estudios culturales y la crítica política de la cultura.

Bibliografía

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Sarlo, Beatriz 1995 “Olvidar a Benjamin” en Punto de Vista (Buenos Aires) N° 53, octubre. Sarlo, Beatriz 1997 “Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa” en Revista de Crítica Cultural (Santiago de Chile) N° 15, noviembre.

Notas

* Licenciada en Literatura Moderna (Universidad París IV-La Sorbonne). Directora de la Revista de Crítica Cultural (Santiago de Chile) y del Diplomado en Crítica Cultural (Universidad Arcis). Directora del programa “Postdictadura y transición democrática en Chile” de la Fundación Rockefeller (1997-2000). Directora de la serie “Crítica y ensayos” de la Editorial Cuarto Propio en Santiago de Chile. Ganadora de la beca Guggenheim en 1996.
El presente artículo está incluido en la compilación de Daniel Mato Estudios latinoamericanos sobre cultura y transformaciones sociales en tiempos de globalización (Buenos Aires: CLACSO) junio de 2001.

1 En el capítulo “Poderes oblicuos”, N. García Canclini se refiere a ciertos conflictos en torno a las definiciones de lo cultural y analiza, por ejemplo, las dificultades –de parte de la política y de una cierta sociología de la cultura– para entender el hecho de que “las prácticas culturales son, más que acciones, actuaciones. Representan, simulan las acciones sociales. [...] Quizás el mayor interés para la política de tomar en cuenta la problemática simbólica no reside en la eficacia puntual de ciertos bienes o mensajes, sino en que los aspectos teatrales y rituales de lo social vuelven evidente lo que en cualquier interacción hay de oblicuo, simulado y diferido” (García Canclini, 1989: 326-327).

2 Para una revisión de conjunto de las problemáticas lanzadas por el proyecto de los estudios culturales, ver Grossberg, Nelson y Treichler (1992), y Morley y Chen (1996).

3 H. Achúgar señala, por ejemplo, cómo “el lugar desde donde se lee en América Latina está nutrido por múltiples memorias que se llaman Guamán Poma, Atahualpa, el Inca Garcilaso, Bolívar, Artigas, Martí, Hostos, Mariátegui, Torres García y muchos otros [y cómo] el marco teórico de los estudios poscoloniales que intenta construir un supuesto nuevo lugar desde donde leer y dar cuenta de América Latina no sólo no toma en consideración toda una memoria (o un conjunto polémico de memorias) y una (o múltiples) tradición(es) de lectura, sino que además aspira a presentarse como algo distinto de lo realizado en nuestra América” (Achúgar, 1998: 279-280).

4 En varios de sus trabajos, W. Mignolo ensaya rearticulaciones críticas del cruce teórico entre “descolonización” y “poscolonialismo”, desplazando ese cruce hacia la noción de “posoccidentalismo” (ver Mignolo, 1998: 31-58).

5 Ver, por ejemplo, Sarlo (1995: 16-17). En otro tono, N. Casullo participa también de este reclamo: ver Casullo (1998: 43-65).

6 “El latinoamericanismo [funciona] como aparato epistémico a cargo de representar la diferencia latinoamericana[:] a través de la representación latinoamericanista, las diferencias latinoamericanas quedan controladas, catalogadas y puestas al servicio de la representación global” (Moreiras, 1998: 65-67).

7 R. Barthes critica “la simple confrontación de saberes especiales [como] cosa reposada” para defender –por el contrario– el momento “cuando se deshace la solidaridad de las antiguas disciplinas, quizás hasta violentamente [...] en provecho de un objeto nuevo, de un lenguaje nuevo” (1987: 75).

Tomado de : Richard, Nelly. Globalización académica, estudios culturales y crítica latinoamericana. En libro: Cultura, política y sociedad Perspectivas latinoamericanas. Daniel Mato. CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. 2005. pp. 455-470.
Acceso al texto completo:
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jueves, 5 de abril de 2012

El mundo de la diferencia Notas sobre arte, globalización y periferia




De Gerardo Mosquera

El mayor interés que experimentan los centros hacia el arte de las periferias es fruto de los procesos de globalización, demográficos y de descolonización. El mundo global es también, paradójicamente, el mundo de la diferencia. Esta ha devenido más visible internacionalmente gracias a las comunicaciones, y a la vez se ha expandido dentro de los centros mismos. Además, la descolonización ha permitido una mayor y más activa intervención de voces antes totalmente marginadas. La eclosión tercermundista desde fines de los años 50 fracasó en casi todos los terrenos: económico, político, social.... Pero ha ocurrido una "tercermundización" cultural por todos lados, a caballo de la "occidentalización" global. El grado de expansión de ésta conlleva su propio adelgazamiento, junto con la readecuación que sufre desde otras perspectivas. La estrategia del poder hoy no consiste en reprimir u homogenizar la diversidad, sino en controlarla.

La cultura constituye un campo de tensiones post-guerra fría, donde tiene lugar un pulseo entre fuerzas sociales hegemónicas y subalternas. El debate etnocultural ha devenido espacio político de luchas de poder, tanto en lo simbólico como en lo social. Aquellas se empeñan entre la asimilación, el tokenismo, la rearticulación de las hegemonías, la afirmación de la diferencia y la crítica al poder, entre otras tensiones. Si bien el estímulo al pluralismo es un rasgo básico de la posmodernidad, los descentramientos implícitos permanecen bajo el control de centros que se "autodescentran" en una estrategia lampedussiana de cambiar para que todo quede igual. Pero a la vez brindan un flanco crítico que es aprovechado por las periferias. Hay un aspecto de las periferias ejerciendo presión, y otro resultado de la nueva expansión económica de los centros.

La globalización progresiva del capitalismo industrial europeo desde finales del siglo XVIII, con su acción colonial y neocolonial, generalizó hasta hoy la cultura occidental como metacultura de la modernidad, y aún como cultura articuladora de las instituciones y funciones generales de la vida contemporánea. Pero todo proceso de homogenización en gran escala, aún cuando consiga aplanar las diferencias, genera otras nuevas dentro de sí mismo, como un latín que estalla en lenguas romances. Se ve tanto en la readaptación de la cultura dominante que hacen las periferias como en la heterogenización que los inmigrantes están produciendo en las megalópolis contemporáneas. Hay mucha y muy diversa gente haciendo "incorrecta" y desembarazadamente la metacultura occidental a su propia manera, deseurocentralizándola en forma plural. Lo que llamamos postmodernidad es resultado de la imbricación de todos estos procesos contradictorios.

Pero no podemos pensar ingenuamente la globalización en el sentido de un orbe transterritorial de contactos en todas direcciones. Ella no consiste en una efectiva interconexión de todo el planeta mediante una trama reticular de comunicaciones e intercambios. Se trata más bien de un sistema radial tendido desde núcleos de poder más diversificados y de distinta escala, hacia sus zonas económicas múltiples y altamente diversificadas. Este tejido está trazado sobre ejes Norte-Sur. Poco ha avanzado la globalización en la periferia, porque se ha globalizado desde y para los centros. Tal estructura implica la existencia de grandes zonas de silencio desconectadas entre sí o sólo indirectamente por vía de las neometrópolis. Este mapamundi de núcleos radiales y áreas un-plugged determina intensos flujos en busca de conexión. El orbe global genera estructuralmente la diáspora. La contradicción inherente se reproduce en las contradicciones de los centros hacia los inmigrantes: los temen tanto como los necesitan.

En medio de todas estas complejas confrontaciones se define el uso del concepto "arte del Sur". Por supuesto, tiene más que ver con una geografía del poder que con la geografía física. El concepto mismo es eje de los debates y negociaciones culturales a los que me he referido. Puede actuar como un ghetto, una ficha para el sistema de cuotas multicultural y de cultural correctness, o aún como el espacio para un nuevo exotismo. Pero también puede funcionar como una noción de solidaridad entre los excluídos, en su crítica y acción frente al poder.

Es obvio que no significa una identidad cultural general, y menos una manera específica de hacer arte. Pero sí envuelve semejanzas vinculadas con la situación postcolonial, la condición subalterna, ciertos valores y, sobre todo, la comunidad de intereses estratégicos frente al "Norte". No constituye una síntesis, sino un mosaico. Resulta lamentable que los países y culturas del Tercer Mundo sólo han podido articular limitadamente estas uniones en mosaico, fundadas en lo que podría aglutinarlos por encima de sus muchas diferencias, aunque fuera sólo la pobreza.

El arte "culto" del Tercer Mundo no es resultado de la evolución de las culturas precoloniales, cuyas trayectorias fueron modificadas dramáticamente por el colonialismo. Como arte contemporáneo, forma parte de la generalización del concepto y práctica occidentales del arte como actividad autosuficiente, basada en la contemplación "desinteresada", y dirigida a la producción de mensajes estético-simbólicos muy especializados. Es, por tanto, un producto colonial. Pero, como oí decir hace poco a Jimmie Durham, ¿existe alguna experiencia contemporánea que no lo sea? El arte occidental también es un producto colonial, sólo que desde el otro lado. Los procesos históricos a los que me he referido nos envuelven a todos.
No creo plausible buscar una diferencia per se en el arte del Tercer Mundo frente a otras prácticas contemporáneas. Las diferencias procederían del uso que cada autor, movimiento o cultura hacen del arte, que pueden estar condicionados por Weltanschauung, valores, estrategias, intereses, patrones culturales, temas y técnicas propios.

En los centros existe cierta tendencia a mirar este arte con sospechas de ilegitimidad. Con frecuencia no se miran las obras: se piden sus pasaportes, y estos suelen no estar en regla, pues responden a procesos de hibridación, apropiación, resignificaciones, neologismos e invenciones en respuesta a la situación de hoy. Se exige a este arte una originalidad relacionada con las culturas tradicionales (que, precisamente, llevan ese apellido a causa de la marginación impuesta por la modernización colonial), es decir, hacia el pasado, o una invención total, ad ovo, hacia el presente. En ambos casos, se le demanda declarar el contexto, no participar en una práctica general del arte que en ocasiones podría sólo referir al arte en sí mismo. En este sentido, el término "autenticidad" ha sido empleado, desde un relato de pureza de los orígenes, para descalificar la cultura postcolonial acusándola de derivativa de Occidente. Este uso resulta aún más problemático en una época cuando ocurre complejas readecuaciones de las identidades: identidades múltiples, identidades en forma de cajas chinas o matiushkas, neoidentidades, mezcla de identidades, desplazamiento entre ellas, "juegos étnicos"...

El síndrome permanece tan arraigado que posee manifestaciones posmodernas. La nueva atracción de los centros hacia la alteridad ha permitido mayor circulación y legitimación del arte de las periferias. Pero con demasiada frecuencia se ha valorado el arte que manifiesta en explícito la diferencia, o mejor satisface las expectativas de "otredad" del neoexotismo posmoderno. La "fridomanía" (pasión por Frida Kahlo) en Estados Unidos es un ejemplo evidente. Esta actitud ha estimulado la "auto-otrización" de las periferias, donde algunos artistas -consciente o inconscientemente- se han inclinado hacia un paradójico autoexotismo.

Las periferias tomaron el modernismo de Europa, pero casi siempre lo usaron como medio, no como fin. El modernismo fue puesto en función de una agenda propia, concentrada en la construcción de identidades y la crítica social y cultural. En América Latina resultó notable su rol en este sentido y en la negociación de la heterogeneidad de nuestras sociedades. El modernismo latinoamericano asumió la cultura popular y las contradicciones de una modernidad fragmentaria. Wilfredo Lam, por ejemplo, fue el primer artista plástico que intentó valerse del modernismo como un espacio para afirmar y comunicar significados afro-americanos.

La apropiación periférica del modernismo, además de cumplir su agenda propia, significó una pluralización y complejización del propio modernismo. El saxofón puede ser la metáfora de esto. Se trata del instrumento moderno por antonomasia, diseñado en laboratorio para la orquesta sinfónica y presentado en las grandes ferias industriales de la modernidad triunfante. Sin embargo, sólo encontró su destino en el jazz, como vehículo inesperado y paradigmático de la sensibilidad africano-norteamericana.

La expansión de la práctica artística en el Tercer Mundo, además de quebrar el monismo occidental, puede conllevar cambios estructurales. Un caso notable es el llamado nuevo arte cubano. Debido a la generalización de la enseñanza artística gratuita y la dinámica social del país, jóvenes de todos los grupos sociales se formaron como artistas "cultos" y a la vez continuaron vinculados con sus medios de origen. En sus obras se produce una construcción del arte de vanguardia desde lo popular. No es lo vernáculo participando en lo "culto", sino haciéndolo de un modo cualitativamente diferente. Resalta en los artistas que estructuran su obra basándose en las cosmovisiones afrocubanas de su contexto familiar, de las cuales son portadores activos. Todo este fenómeno envuelve un cambio de sentido. José Bedia, por ejemplo, estaría haciendo arte kongo postmoderno.

La situación esbozada en estas notas evidencia la necesidad de una readecuación del sistema de circulación de exposiciones que implique la intervención activa de las periferias en la comunicación de su propio arte, en contra del centralismo dominante. Esto incluiría tanto movimientos Sur-Norte como Sur-Sur, estableciendo circuitos de intercambio y legitimación en las periferias. Esta pluralización no sólo beneficiaría al "Sur": traería un enriquecimiento para todos. Pero, además, lo que llamamos circulación internacional del arte alcanza sólo a una reducida parte de la población mundial. Es necesario atender el problema de los públicos abandonados, que constituyen la mayoría de la humanidad. Los difíciles pasos en esta dirección conllevarán transformaciones en los formatos actuales de circulación del arte, y aún del arte mismo, aspirando a una participación más amplia y activa de las comunidades, vínculos con la educación, interacción con la cultura vernácula, uso de medios masivos, etc. Quizás resulta utópico intentar ponerle el cascabel al gato. Pero al menos es preciso saber dónde está el gato.

Tomado de: http://universes-in-universe.de/magazin/marco-polo/s-mosquera.htmhttp://universes-in-universe.de/magazin/marco-polo/s-mosquera.htm