Nelly Richard*
Es sabido que la palabra “cultura” señala
diferentes procesos y actividades cuya definición varía según los campos de
resonancia (el mundo de la vida cotidiana, las tradiciones artísticas y
literarias, las políticas institucionales y de mercado, etc.) en los que se la
inserta para designar aquellas manifestaciones simbólicas y expresivas que
desbordan el marco de racionalidad productiva de lo económico-social. Habría
una dimensión –extendida– de cultura según la cual este término abarca el
conjunto de los intercambios de signos y de valores mediante los cuales los
grupos sociales se representan a sí mismos y para otros, comunicando así sus
particulares modos de identidad y de diferencia. Frente a la amplitud de esta
noción antropológico-social de la cultura, se recorta una dimensión más
restringida que remite lo cultural al campo profesional (artístico,
intelectual) de una producción de formas y sentido que se rige por
instituciones y reglas de discurso especializadas, y que se manifiesta a través
de obras (el arte, la literatura) y de debates de ideas que giran en torno a
las batallas críticas de lo estético y de lo ideológico. Una tercera dimensión
de uso de la palabra “cultura” se encuentra hoy funcionalizada por las redes de
transmisión industrial del mercado de los bienes simbólicos: esta dimensión
–familiar al vocabulario institucional de las “políticas culturales”– se
preocupa sobre todo de las dinámicas de distribución y recepción de la cultura,
entendiendo esta última como producto a administrar mediante las diversas
agencias de coordinación de recursos, medios y agentes que articulan el mercado
cultural.
Estas tres dimensiones de la palabra
“cultura” (la antropológico-social, la ideológico-estética, la político-
institucional) pueden mezclarse complementariamente o bien contraponerse
polémicamente en los análisis de cómo se expresan los imaginarios simbólicos,
según el modo en que estos análisis prefieren colocar el acento, sea en el rol
de la cultura como conformadora de un ethos que fija las identidades sociales y
raciales (patrimonio, tradiciones, folclore, etc.), o en la fuerza de
alteridad-alteración de las rupturas deconstructivas de las obras más
experimentales del arte y de la literatura; sea en los mecanismos de
reproducción de las leyes de campo de la cultura universitaria, o en las líneas
de fuga que desvían estos mecanismos hacia la transversalidad de intervenciones
extra-académicas; sea en la lógica globalizadora de la massmediatización
cultural, o en los pliegues de resistencia opaca que desuniforman la gramática
del mercado con nuevas poéticas de la subjetividad (García Canclini, 1989)1. Estos acentos diversos, y a menudo contrarios, que cruzan la serie
“cultura”, no sólo se despliegan en la exterioridad de lo social, sino que
también atraviesan el campo de las teorías y de los estudios culturales que se
encargan de analizar sus desplazamientos y transformaciones bajo el impacto de
las complejas mutaciones económicas y sociocomunicativas, pero también
académico-disciplinarias, de este fin de siglo.
Quizás uno de los aspectos más
abiertamente productivos del proyecto de los estudios culturales (cultural
studies), tal como se formula en los años sesenta en Inglaterra en el Centre
for Contemporary Cultural Studies at Birmingham debido a la constelación de autores
como Hoggart, Johnson y Williams (Grossberg, Nelson y Treichler, 1992; Morley y
Chen, 1996), se deba precisamente a que dicho proyecto revisó los cruces entre
estas diferentes versiones de lo cultural desde las tensiones –siempre activas–
entre lo simbólico y lo institucional, lo histórico y lo formal, lo
antropológico y lo literario, lo ideológico y lo estético, lo
académico-universitario y lo cotidiano, lo hegemónico y lo popular, la
formalización de los sistemas de signos y la conciencia práctica de sus
relaciones sociales2.
La recepción latinoamericana de los estudios culturales
La globalización económica y comunicativa
ha provocado múltiples redefiniciones sobre cómo América Latina se vive y se
mira a sí misma, al fragmentar y diseminar los trazados identitarios de lo
nacional y de lo continental que le servían de fronteras de integridad al
discurso sustancialista de un “nosotros” puro y originario. Pero no sólo las
pertenencias de identidad tradicionales y sus representaciones socioculturales
se han visto, en Latinoamérica, modificadas por los flujos disolventes del
régimen de circulación capitalista que cotidianamente transnacionaliza
mercancías e informaciones. Más allá de aquellos procesos de
desterritorialización del capital económico y de interplanetarización
comunicativa, el dispositivo de la globalización atañe también a la producción
de saberes y teorías, ya que entre sus agentes figura una red transnacional de
universidades y de instituciones del conocimiento que administra recursos para
la circulación de las ideas a la vez que programa las agendas de debate
intelectual. Los territorios de lo universitario y de lo académico son uno de
los sitios marcados por las divisiones entre lo global (las dinámicas
expansivas del neocapitalismo que afectan también a las instituciones del
saber) y lo local: la especificidad de los campos de formación intelectual y
las articulaciones contextuales de sus dinámicas de pensamiento.
Estas divisiones entre lo global y lo
local, que rediseñan el paisaje económico y comunicativo de la sociedad y de la
cultura latinoamericanas, animan también la discusión en torno a los nuevos
modelos de reorganización del conocimiento susceptibles de analizar los cambios
de lo social y lo cultural en América Latina. Y dentro de estos modelos,
figuran los estudios culturales.
Los estudios culturales (cultural studies)
son hoy la novedad exportada por la red metropolitana centrada en Estados
Unidos, y existen muchas discusiones en América Latina sobre los riesgos de
transferencia y reproducción periféricas de su modelo. Los estudios culturales
no sólo remiten en su designación al antecedente de un proyecto cuya
circunstancia internacional es ajena a la tradición latinoamericana, sino que
además revisten la imagen de un paquete hegemónico debido al exitoso grado de
institucionalización académica que hoy exhiben desde Estados Unidos.
Son muchas las sospechas y reticencias que
rodean la mención a los estudios culturales en América Latina, donde se los
tiende a percibir como demasiado cautivos del horizonte de referencias
metropolitanas que globaliza el uso y la vigencia de los términos puestos en
circulación por un mercado lingüístico de seminarios y de congresos
internacionales. Para muchos, basta con que los estudios culturales hayan sido institucionalizados
por la fábrica de novedades de la academia norteamericana para hacerlos cargar
automáticamente con el estigma colonizador de la dominación metropolitana y
para declararlos culpables de sólo favorecer las tecnologías de la reproducción
que expanden el mercado académico internacional. La moda de los estudios
culturales habría ido borrando la densidad histórica de lo local y de sus
“regionalismos críticos”. Una posición bastante común es, por ejemplo, la que
argumenta que el referente hegemónico de los estudios culturales está
silenciando la tradición del ensayismo latinoamericano que, sin embargo,
anticipó varios de los actuales desplazamientos de fronteras disciplinarias que
tanto se celebran internacionalmente (Achúgar, 1998)3.
La obliteración de esa tradición y la
negación de sus memorias en español se verían reforzadas por cómo el corpus de
los textos culturales de la “descolonización” ha sido desplazado por la
supremacía teórico-metropolitana del nuevo tema del “poscolonialismo” (Mignolo,
1998)4: un “extraño artefacto totalmente hecho
en inglés –precisamente– en el idioma de la hegemonía que habla para sí de lo
marginal, subalterno, poscolonial” (Cornejo Polar, 1997: 344).
A esto deberíamos agregar el reclamo que
le dirigen varios críticos latinoamericanos a la “Internacional académica” por
cómo se apropia indiscriminadamente de citas de autores que, en América Latina,
dieron lugar –tempranamente– a construcciones heterodoxas que sirven para
pensar de manera compleja ciertos conflictos ideológico-culturales y que hoy
nos son devueltas completamente banalizadas por el reciclaje de saberes
disciplinarios que promueve, en forma serial, la industria de los estudios
culturales (Sarlo, 1995; Casullo, 1998)5.
Existen razones de más para respaldar las
sospechas de los críticos latinoamericanos que se muestran reticentes frente al
tema de los estudios culturales. Pese a la multiplicidad diversa de pliegues
que la recorren internamente, la red académico-metropolitana ejerce el poder
representacional de su dominante norteamericana. La “función-centro” de esta
dominante académica norteamericana controla los nombres y las categorías de
discurso que entran en circulación internacional, y dota de legitimidad
institucional a los términos de debate que ella misma clasifica y organiza
prepotentemente de acuerdo a sus propias jerarquías conceptuales y
político-institucionales. El latinoamericanismo ofrece el modelo globalizante
de un discurso “sobre” América Latina que generalmente omite la singularidad constitutiva
de los procesos de enunciación formulados “desde” América Latina. Es cierto que
las asimetrías de poder desencadenadas por el efecto globalizador de la máquina
académica norteamericana de conocimientos tienden a subordinar lo local (las
especificidades, singularidades y diferencialidades de las prácticas
latinoamericanas) al poder multicoordinado de lo global, que busca suprimir las
irregularidades de contextos susceptibles de accidentar la lisura operacional
de sus tecnologías de la reproducción. Efectivamente, la heterogeneidad de lo
local latinoamericano tiende a ser homogeneizada por el aparato de traducción
académica del latinoamericanismo y de los estudios latinoamericanos, que no
toman en cuenta ni la densidad significante ni la materialidad operativa de sus
respectivos contextos de enunciación (Moreiras, 1998)6. Todo esto es cierto, pero no creo que el debate sobre los estudios
culturales deba quedar entrampado en este binarismo Norte/Sur. Desde ya, la
resistencia crítica a la tendencia globalizante y abstractiva de la academia
norteamericana y a sus saberes de exportación se encuentra presente en el
interior mismo de los estudios culturales, al menos en las postulaciones de
Stuart Hall, que siempre ha insistido en defender su carácter de “práctica
coyuntural”. El manejo necesariamente localizado de las operaciones que demanda
el conocimiento-en-situación de los estudios culturales, tal como Hall los
concibe, supondría la microdiferenciación de las especificidades de contextos
de lo latinoamericano a través del detalle práctico de cómo se trama la
relación –material y contingente– entre discursos, sujetos, prácticas e
instituciones, en cada sitio de intervención.
La relación entre localidades
geoculturales (Estados Unidos, América Latina), localizaciones institucionales
(la academia norteamericana, el campo intelectual de la semi-periferia) y
situaciones de discursos (hablar “desde”, “sobre”, “como”, etc.) no es una
relación dada, natural y fija, sino una relación construida y mediada, es decir,
permanentemente deconstruible y rearticulable. Hay una movilidad de
intersecciones entre los estudios culturales norteamericanos y la crítica
latinoamericana que deshomogeneiza la relación poder/conocimiento de cada
bloque territorial y que puede ser recorrida multidireccionalmente, siempre y
cuando no se pierda de vista la necesidad de una flexión metacrítica que someta
a vigilancia cada una de estas intersecciones de discurso. Además, tal como
ocurre con cualquier otro soporte institucional, la diversidad de prácticas de
los estudios culturales no calza uniformemente con el bloque académico que
retrata su dominante de exportación. Existen líneas de ambigüedad y de
contradicción en el interior del programa académico de los estudios culturales
que, incluso en Estados Unidos, abren puntos de fuga dentro de su formato
aparentemente tan seriado. En contra de los propios límites de burocratización
académico-universitaria de los estudios culturales, es siempre posible prestar
atención a las formas alternativas mediante las cuales –para retomar una
fórmula de Jameson– “‘el deseo’ llamado ‘estudios culturales’” batalla contra
su propia ortodoxia institucional (1993: 93). La libertad que ganemos para
desplazarnos en medio de las codificaciones institucionales del saber
academizado nos permitirá recombinar estratégicamente determinadas
articulaciones de debate según las prioridades de cada uno de nuestros
contextos y los juegos de fuerza que los atraviesan.
Me parece, en todo caso, que la discusión
en torno a los estudios culturales ha renovado los términos de la reflexión
latinoamericana sobre teoría y crítica de la cultura, y quisiera resumir aquí
algunos puntos de discusión que tienen para mí el mérito de abrirse a preguntas
más amplias sobre las relaciones entre saberes académicos, tramas ciudadanas,
mercado cultural, razón crítica y práctica intelectual en tiempos
de saturación capitalista y de
globalización massmediática.
El discurso de la otredad y la codificación metropolitana de las
diferencias
Lo primero que caracterizó a los estudios
culturales fue su voluntad de democratizar el conocimiento y de pluralizar las
fronteras de la autoridad académica, dándoles entrada a saberes que la
jerarquía universitaria suele discriminar por impuros en cuanto se rozan,
conflictivamente, con el fuera-de-corpus de ciertos bordes llamados “cultura
popular”, “movimientos sociales”, “crítica feminista”, “grupos subalternos”,
etcétera. Los estudios culturales han favorecido el libre ingreso universitario
de saberes que cruzan las construcciones de objetos con las formaciones de
sujetos: el “adentro” de la máquina de enseñanza con “afueras” múltiples que
des-bordan el texto académico (sus archivos y bibliotecas) con los flujos
conectivos de un pensar que no se basta a sí mismo y que desea poner en acción
ciertas energías de transformación social. La conflictualidad política e
ideológica del saber de los estudios culturales merece ser reafirmada contra el
modelo de trascendencia filosófica de la universidad moderna que siempre ha
buscado levantar, entre ella y la actualidad de su contexto, la barrera de la
autonomía como distancia categorial y especulativa que separa lo académico de
la contingencia social y política. El nudo poder cultural- hegemonías de
conocimiento que analizan los estudios culturales permite repolitizar la
cuestión del saber de una manera que hace falta en muchos departamentos
universitarios donde la trascendencia de la categoría y la soberanía del método
abstraen la relación entre sujetos y objetos de su materialidad social.
Mientras la defensa de la “integridad
disciplinaria” o de la “autonomía literaria del valor estético” sirva para
desvincular el saber de sus heterogéneas y conflictivas redes de producción y
distribución sociales, el proyecto de los estudios culturales (o de algo que se
le parezca) merece ser defendido, para acoger los conocimientos urdidos fuera
del refugio profesional de la tradición de las disciplinas, y polémicamente
ligados a zonas de experiencias sociales y de luchas extra-académicas que arrastran
también una memoria de la calle (tal como ocurre en el tránsito del “feminismo”
a los “estudios de género”). Esta exterioridad política del
conocimiento-en-acción que cultivan los estudios culturales mediante su
solidaridad extra- disciplinaria con fuerzas sociales y movimientos ciudadanos
permite que el trabajo de la crítica no se desvincule de “la resistencia y
heterogeneidad de la sociedad civil” (Said, 1987: 24).
Una de las formas que los estudios
culturales tienen, en Estados Unidos, de manifestar su compromiso con las
luchas de la sociedad civil consiste en defender a diversos grupos de identidad
mediante activas “políticas de representación” que buscan corregir la
injusticia de sus marginaciones y exclusiones sociales reinterpretando,
universitariamente, los derechos de estos grupos a intervenir en los sistemas
académicos de conocimiento para transformar sus reglas. No cabe duda de que las
luchas antidiscriminatorias que promueven la inserción de los grupos
minoritarios en diferentes estructuras públicas tales como la universitaria han
obligado a una redefinición más amplia y flexible de los criterios de selección
y valoración de las identidades culturales tradicionalmente fijadas por el
aparato académico. Pero el activismo de las políticas de representación de los
grupos de identidad minoritarios (latinos, chicanos, negros, feministas,
homosexuales, etc.) también ha simplificado la cuestión de la identidad y de la
representación, al someter generalmente a ambas a una tiranía de la
ilustratividad que obliga a sus producciones de textos a la formulación
monocorde de una condición de sujeto predeterminada. El discurso de las
identidades minoritarias y de sus políticas de representación ha terminado por
someter cuerpos y textualidades a la consigna pedagógica de una “diferencia”
que casi siempre debe hablarse en tono reivindicativo y militante. Esta
consigna ha dejado fuera de análisis las difusas simbolizaciones estéticas de
ciertos trances de la identidad cuyos juegos interpretativos están hechos para burlar
esta demanda políticamente ortodoxa de los estudios culturales –una demanda que
reclasifica márgenes y marginalidades para su etiquetaje metropolitano en el
gran supermercado de las subalternidades.
Algo parecido ocurre con la “diferencia
latinoamericana”, muchas veces emblematizada como representación de una otredad
que el dispositivo metropolitano de codificación académica convierte en fetiche
romántico-popular de su discurso sobre marginalidades y periferias culturales.
Se organiza un complejo juego de reconocimientos y desconocimientos que lleva
la “función-centro” de la teoría metropolitana, por un lado, a exaltar lo
latinoamericano como una especie de alteridad radical que la desborda y la
re-energetiza políticamente (tal como ocurrió con el boom del testimonio) y,
por otro lado, a domesticar esa fuerza de alteridad sometiéndola a su control
superior de lectura.
Lo latinoamericano es llamado a
representarse o a dejarse representar según las coordenadas prefijadas de una
economía del sentido que es dictada por el aparato codificador del
latinoamericanismo de Estados Unidos, el cual, entre otros efectos, suele
trazar una cierta línea de división y jerarquía entre teoría y práctica: razón
y materia, conocimiento y realidad, discurso y experiencia, mediaciones e
inmediatez. La primera serie de esta cadena de oposiciones (razón,
conocimiento, teoría, discurso) designa el poder intelectual de abstracción y
conceptualización que define la superioridad del Centro, mientras que la
segunda serie (materia, realidad, práctica, experiencia) remite en América
Latina a la espontaneidad de la vivencia, al naturalismo del ser, a la empiria
del dato.
La crítica latinoamericana de los estudios
culturales busca, entre otros efectos, revertir esa economía del sentido operando
formas de descentramiento epistémico que permitan a la singularidad y
diferencialidad latinoamericanas manifestarse teóricamente, con toda la fuerza
heterogeneizante y desorganizadora de un contra-sistema que impida la clausura
de su diferencia en una representación fija y controlada (Moreiras, 1998).
Ejercer el pensamiento crítico en la
brecha –siempre móvil– que separa las prácticas periféricas del control
metropolitano es uno de los desafíos más arduos que espera a los estudios
culturales latinoamericanos en estos tiempos de globalización académica, es
decir, de descentramientos y recentramientos múltiples de las articulaciones
entre lo local y lo translocal. De tal ejercicio depende que lo latinoamericano
sea no una diferencia diferenciada (representada o “hablada por”), sino una
diferencia diferenciadora que tenga en sí misma la capacidad de modificar el
sistema de codificación de las relaciones identidad-alteridad que busca seguir
administrando el poder académico metropolitano.
Las tensiones entre lo estético, lo literario y lo cultural
Los estudios culturales se definen por la
extensividad de su nuevo modelo académico que se propone abarcarlo todo en
términos de objetos (del texto vanguardista al videogame, de la ciudad
benjaminiana al mall, de las marchas de derechos humanos a la performance
artística, etc.) y de métodos (todo sería combinable con todo: psicoanálisis,
marxismo, deconstrucción, feminismo, etcétera).
Uno de los primeros movimientos críticos
que diseñaron los estudios culturales consistió en desbordar y rebasar el
límite esteticista de los estudios literarios, cruzando lo simbólico-cultural
con las expresiones masivas y cotidianas de los medios de comunicación. Los
estudios culturales partieron del rechazo a la división jerárquica entre la
cultura superior o letrada (su tradición de privilegios connotada por la
distinción de clase de las bellas artes) y los subgéneros de la cultura
popular. Además de esta contaminación de fronteras entre lo culto y lo popular,
lo simbólico y lo cotidiano, los estudios culturales sacaron la noción de
“texto” del ámbito reservado y exclusivo de la literatura para extenderla a
cualquier práctica social cuya articulación de mensajes (verbales o no
verbales) resultara susceptible de ser analizada en términos de una teoría del
discurso. Esta semiotización de lo cotidiano-social que borra la diferencia
entre “texto” y “discurso” terminó desespecificando la categoría de lo
literario en un contexto donde el protagonismo de la literatura –y el
centralismo de su función, en América Latina, en los procesos de constitución
imaginaria y simbólica de lo nacional y de lo continental (Ramos, 1996: 34-41)–
había sido ya fuertemente desplazado por la hegemonía de los lenguajes
audiovisuales y su imagen massmediática. La pérdida de centralidad de la
literatura y de las humanidades como articuladoras de una relación entre
ideología, poder y nación en el imaginario cultural y político latinoamericano
afecta también el lugar y la función de los intelectuales hasta ahora encargados
de interpretar dicha relación. La crisis de lo literario sería entonces uno de
los síntomas de la globalización massmediática que interpretan los estudios
culturales al incluir dentro de su corpus de análisis aquellas producciones de
consumo masivo que habían sido desechadas por el paradigma de la cultura
ilustrada, y al reivindicar para ellas nuevas formas de legitimidad crítica que
ya no le hacen caso al viejo prejuicio ideológico de su supuesta complicidad
con el mercado capitalista que las organiza y distribuye. El deseo de los
estudios culturales de ampliar el “canon” de la institución literaria para
introducir en ella producciones tradicionalmente desvalorizadas por inferiores,
marginales o subalternas, contribuyó a disolver los contornos de lo estético en
la masa de un sociologismo cultural, que se muestra ahora más interesado en el
significado anti-hegemónico de las políticas minoritarias defendidas por estas
producciones que en las maniobras textuales de su voluntad de forma.
Todas estas ampliaciones y disoluciones de
las marcas de exclusividad y distintividad de lo literario provocadas por los
estudios culturales han ido definiendo una especie de relativismo valorativo
cuyos efectos de banal promiscuidad yuxtaponen las diferencias sin nunca
contraponerlas para no tener que argumentar a favor o en contra de sus
demarcaciones de sentido. Sería entonces necesario reintroducir la cuestión del
“valor” (del fundamento, del juicio, de la toma de partido) en este paisaje de
relajo e indiferenciación de las diferencias que uniformiza todos los objetos
entre sí, para no seguir complaciendo estos procesos de relativización cultural
que no hacen sino debilitar la razón crítica (Sarlo, 1997). La explicación
sociologista a la que recurren los estudios culturales para abordar a la
cultura en su dimensión de consumo sólo se encontraría capacitada para medir
los efectos de producción y circulación social de los textos, pero no para
atender lo más complejo de las apuestas estético-críticas que se libran en cada
una de sus batallas de la forma y de sus estrategias de lenguaje. Realzar el
juego y la tensión de estas apuestas seguiría siendo una tarea necesaria que
aún justifica la existencia de la crítica literaria, para que no triunfen los
principios igualadores del mercado frente a los cuales los estudios culturales
ofrecen muy poca resistencia. En contra de la nivelación valorativa que
facilitan los estudios culturales al suspender o relativizar la cuestión del
“juicio estético” a favor de consideraciones sociologistas, haría falta hacer
la diferencia entre, por ejemplo, Silvina Ocampo y Laura Esquivel, y subrayar
por qué los textos de la primera contienen “una densidad formal y semántica
[cuyo] plus estético” los hace inigualables a los textos de la segunda (Sarlo,
1997: 38).
Pero ¿cómo hacerlo para que esta defensa
no recaiga en la nostalgia conservadora de una fundamentación universal, de una
trascendencia del juicio que aún cree en la pureza e integridad de un sistema
de la literatura que, de ser así, no podría sino resentir como amenaza los
efectos políticamente emancipatorios del descentramiento del canon operado por
los estudios culturales? ¿Cómo hacerlo para que la crítica a lo promiscuo e
indiscriminado de las mezclas en los estudios culturales no se confunda con la
defensa purista de una universalidad del canon basada en el dudoso criterio de
una “autonomía” del juicio literario? Este es otro de los interesantes desafíos
que plantea la discusión en torno a los estudios culturales en sus cruces
polémicos con el trabajo de la crítica literaria. Creo, en todo caso, que hace
falta replantear ese desafío desplazando la cuestión del “valor literario”
(demasiado susceptible de interpretarse en clave de formalismo estético) a otra
formulación que abra los textos al análisis de las luchas entre los diferentes
sistemas de valoración sociales a través de los cuales las hegemonías
culturales van modelando los significados y las representaciones de la
literatura y de lo literario. La teoría y la crítica feministas nos han enseñado
mucho sobre las batallas interpretativas que rodean esta hegemonización del
valor, y hace falta tomarlas en cuenta para polemizar con la institucionalidad
dominante o la mercantilización de lo cultural.
Saberes tecnoacadémicos y pensamiento crítico
Los estudios culturales nacieron con la
idea de mezclar la pluridisciplinariedad (combinaciones flexibles de saberes
múltiples) con la transculturalidad: apertura de las fronteras del conocimiento
a problemáticas hasta ahora silenciadas por el paradigma monocultural de la
razón occidental dominante. Los estudios culturales responden así a los nuevos
deslizamientos de categorías entre lo dominante y lo subalterno, lo central y
lo periférico, lo global y lo local, que recorren las territorialidades
geopolíticas, las representaciones sexuales y las clasificaciones sociales.
Migraciones de objetos e hibridez del conocimiento se dan cita en los cruces
que oponen los estudios culturales a las formaciones sedentarias del saber
autocentrado de las tradiciones canónicas. Muy luego, sin embargo, la
transdisciplinariedad que los estudios culturales parecían exaltar críticamente
como un feliz “malestar de la clasificación” fue redisciplinando su gesto de la
antidisciplina (Barthes, 1987)7. La
transfronterización del conocimiento que inicialmente proyectaban los estudios
culturales se fue acomodando en una reposada suma de saberes pacíficamente
integrados: una zona de conciliaciones prácticas entre saberes diferentes y
complementarios (la literatura, la sociología, la antropología, etc.) que
buscan extender y diversificar su comprensión de lo social y de lo cultural,
pero sin que ninguna ruptura de tono ponga en cuestión la lengua técnica y
operativa del intercambio de mensajes capitalista. Más bien, los estudios culturales
estarían reproduciendo el mapa de la globalización con saberes adaptados a sus
zonas de libre comercio entre disciplinas, a través de los lenguajes
desapasionados de la industria del paper.
La funcionalización casi burocrática de un
discurso que sólo describe y explica lo ya sancionado por los diagnósticos de
fin de siglo (massmediatización, globalización económica, multiculturalidad,
hibridez, etc.) en el idioma –bien remunerado– de las políticas de investigación
universitaria llevó a los estudios culturales a reprimir y suprimir de su campo
investigativo, en nombre de la practicidad del dato, todo lo que estaba antes
ligado al trabajo de la teoría crítica que indagaba en los pliegues de la
subjetividad y del pensamiento (González, 1993; Galende, 1996). Este problema
de la burocratización del saber se hace quizás aún más notorio en el contexto
latinoamericano, debido a que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos,
donde varios de los especialistas en estudios culturales provienen de las humanidades,
los analistas de la cultura en América Latina se vinculan prioritariamente a la
sociología, la antropología o las comunicaciones sociales. Las ciencias
“fuertes” que estudian la cultura en América Latina para organismos y centros
de investigación internacionales, acostumbradas a los lenguajes de lo numerario
y lo estadístico, han desarrollado profesionalmente un tipo de saber
tecno-operativo que domina casi todo el campo académico.
Los estudios culturales se han hecho
también cómplices de esta instrumentalización del conocimiento al desatender
las cuestiones de teoría y de escritura –vinculadas al ensayismo crítico– que
le imprimen a la subjetividad y al pensamiento sus vibraciones más intensivas,
para favorecer en cambio la trivialidad del dato que sólo concibe el saber
reducido a conexiones empíricas. A la mercantilización de los signos y a la
burocratización de las conciencias de la tecnomediación cultural corresponde
esta tendencia al aplanamiento de los signos, que deberá ser contrastada por las
búsquedas de lenguaje de “una crítica humanística [que] puede ser defendida
como necesidad y no como lujo de la civilización científico-técnica” (Sarlo,
1994: 197).
Es para salvar una diferencia –crítica–
con este discurso normalizador de los estudios culturales y su sociologismo
adaptativo que algunos preferimos hablar, por ejemplo, de “crítica cultural”. A
mitad de camino entre los estudios culturales, las filosofías de la
deconstrucción, la teoría crítica y el neoensayismo, la crítica cultural se desliza
entre disciplina y disciplina mediante una práctica fronteriza de la escritura
que analiza las articulaciones de poder de lo social y de lo cultural, pero sin
dejar de lado las complejas refracciones simbólico-culturales de la estética.
La crítica cultural busca explorar los bordes de mayor disgregación
institucional donde se formulan ciertas prácticas y estéticas “menores” (en
sentido deleuziano), cuyo registro de lectura –por inestable, por flotante, por
desviado– no se aviene bien con las sólidas catalogaciones del saber eficiente
que promueve el empirismo de los estudios culturales en su versión de
conocimientos aplicados (Richard, 1998: 127-160).
Pero ni los estudios culturales (como
proyecto de reorganización académica del saber universitario) ni la crítica
cultural (como diagonalidad del texto crítico que recorre los intersticios de
diversas formaciones de discurso) cancelan la pregunta de cómo resolver las
tensiones entre trabajo académico y práctica intelectual, es decir, entre la
delimitada interioridad de la profesión universitaria y los bordes de
intervención extra-disciplinarios a partir de los cuales ampliar socialmente la
crítica a los ordenamientos burocráticos y mercantiles del neocapitalismo. Por
muy transversales que diseñen sus proyectos, los estudios culturales y la
crítica cultural podrían quedar reducidos a simples máquinas de conocimiento y
lectura cuya hibridez marca nuevos “cambios de relación entre las disciplinas
del campo intelectual”, pero sin que estos cambios afecten necesariamente la
trama viva de las interrelaciones cotidianas entre socialidad, política y
cultura, que desbordan el mundo de la cultura académica (Rowe, 1994/5: 42).
Recorrer esa trama de interioridades y exterioridades académicas es también un
desafío para la crítica de la cultura en América Latina, y quizás sea más fácil
hacerlo aquí que en Estados Unidos, donde la máquina de reproducción
universitaria conforma el paisaje casi total en el que se mueven los
intelectuales. Pareciera, efectivamente, que la tensión entre “intelectuales” y
“sociedad” ofrece aquí una mayor diversidad práctica de articulaciones
profesionales porque “los investigadores de América Latina combinamos más
frecuentemente nuestra pertenencia universitaria con el periodismo, la
militancia política y social o la participación en organismos públicos, todo lo
cual posibilita relaciones más móviles entre campos del saber y de la acción”
(García Canclini, 1996: 1).
Activar esta diversidad de articulaciones
heterogéneas mediante una práctica intelectual que desborde el refugio
academicista para intervenir en los conflictos de valores, significaciones y
poder que se desatan en las redes públicas del sistema cultural, formaría
quizás parte del proyecto de una crítica latinoamericana que “habla desde distintos
espacios institucionales y que lo hace interpelando a diversos públicos”
(Montaldo, 1999: 6): una crítica que busca romper la clausura universitaria de
los saberes corporativos para poner a circular sus desacuerdos con el presente
por redes amplias de intervención en el debate público, pero también una
crítica vigilante de sus lenguajes que no quiere mimetizarse con la
superficialidad mediática de la actualidad; una crítica intelectual cuya voz,
entonces, se oponga tanto al realismo práctico del saber instrumentalizado de
los expertos como al sentido común del mercado cultural y a sus
trivializaciones comunicativas. Hay espacio para ensayar esta voz y diseminar
sus significados de resistencia y oposición a la globalización neoliberal en
las múltiples intersecciones dejadas libres entre el proyecto académico de los
estudios culturales y la crítica política de la cultura.
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Notas
* Licenciada en Literatura Moderna (Universidad París
IV-La Sorbonne). Directora de la Revista de Crítica Cultural (Santiago de
Chile) y del Diplomado en Crítica Cultural (Universidad Arcis). Directora del
programa “Postdictadura y transición democrática en Chile” de la Fundación
Rockefeller (1997-2000). Directora de la serie “Crítica y ensayos” de la
Editorial Cuarto Propio en Santiago de Chile. Ganadora de la beca Guggenheim en
1996.
El presente artículo está incluido en la compilación
de Daniel Mato Estudios latinoamericanos sobre cultura y transformaciones
sociales en tiempos de globalización (Buenos Aires: CLACSO) junio de 2001.
1 En el capítulo “Poderes oblicuos”, N. García
Canclini se refiere a ciertos conflictos en torno a las definiciones de lo
cultural y analiza, por ejemplo, las dificultades –de parte de la política y de
una cierta sociología de la cultura– para entender el hecho de que “las
prácticas culturales son, más que acciones, actuaciones. Representan, simulan
las acciones sociales. [...] Quizás el mayor interés para la política de tomar
en cuenta la problemática simbólica no reside en la eficacia puntual de ciertos
bienes o mensajes, sino en que los aspectos teatrales y rituales de lo social
vuelven evidente lo que en cualquier interacción hay de oblicuo, simulado y
diferido” (García Canclini, 1989: 326-327).
2 Para una revisión de conjunto de las problemáticas
lanzadas por el proyecto de los estudios culturales, ver Grossberg, Nelson y
Treichler (1992), y Morley y Chen (1996).
3 H. Achúgar señala, por ejemplo, cómo “el lugar desde
donde se lee en América Latina está nutrido por múltiples memorias que se
llaman Guamán Poma, Atahualpa, el Inca Garcilaso, Bolívar, Artigas, Martí,
Hostos, Mariátegui, Torres García y muchos otros [y cómo] el marco teórico de
los estudios poscoloniales que intenta construir un supuesto nuevo lugar desde
donde leer y dar cuenta de América Latina no sólo no toma en consideración toda
una memoria (o un conjunto polémico de memorias) y una (o múltiples)
tradición(es) de lectura, sino que además aspira a presentarse como algo
distinto de lo realizado en nuestra América” (Achúgar, 1998: 279-280).
4 En varios de sus trabajos, W. Mignolo ensaya
rearticulaciones críticas del cruce teórico entre “descolonización” y
“poscolonialismo”, desplazando ese cruce hacia la noción de “posoccidentalismo”
(ver Mignolo, 1998: 31-58).
5 Ver, por ejemplo, Sarlo (1995: 16-17). En otro tono,
N. Casullo participa también de este reclamo: ver Casullo (1998: 43-65).
6 “El latinoamericanismo [funciona] como aparato
epistémico a cargo de representar la diferencia latinoamericana[:] a través de
la representación latinoamericanista, las diferencias latinoamericanas quedan
controladas, catalogadas y puestas al servicio de la representación global”
(Moreiras, 1998: 65-67).
7 R. Barthes critica “la simple confrontación de
saberes especiales [como] cosa reposada” para defender –por el contrario– el
momento “cuando se deshace la solidaridad de las antiguas disciplinas, quizás
hasta violentamente [...] en provecho de un objeto nuevo, de un lenguaje nuevo”
(1987: 75).
Tomado de : Richard, Nelly. Globalización
académica, estudios culturales y crítica latinoamericana. En libro:
Cultura, política y sociedad Perspectivas latinoamericanas. Daniel Mato.
CLACSO, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Ciudad Autónoma de Buenos
Aires, Argentina. 2005. pp. 455-470.
Acceso al texto completo:
http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/grupos/mato/Richard.rtf
RED DE BIBLIOTECAS VIRTUALES DE CIENCIAS SOCIALES DE
AMERICA LATINA Y EL CARIBE, DE LA RED DE CENTROS MIEMBROS DE CLACSO http://www.clacso.org.ar/biblioteca biblioteca@clacso.edu.ar